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Algo que no se puede negar es el dolor de decenas de miles de víctimas, directas e indirectas, de dos décadas de violencia, desapariciones forzadas, y delitos contra la vida y dignidad humanas que se siguen cometiendo en prácticamente todo el territorio nacional. Tampoco puede ocultarse que, salvo contadas excepciones, las políticas públicas desde entonces, pero también hasta por lo menos el año pasado, habían dado muy escasos resultados en la pacificación de Morelos y de México; en contraste, mucha de la clase política se ha degradado y hasta confundido en ocasiones con los grupos criminales, o les ha permitido actuar sin mayores molestias.

El discurso de responsabilizar al pasado de la escalada de violencia permitida por las instituciones del Estado puede resultar válido desde un análisis sociológico del tema, pero hasta ahora ha ayudado muy poco a los esfuerzos de construcción de paz, justicia y dignidad. En contraste, la ciudadanía ha visto con dolor cómo muchos gobiernos municipales, estatales y hasta partes del federal, se contaminaron con lo peor de la política amparados en mantos de cínica impunidad.

En Morelos tenemos múltiples casos de esa degradación de la política y los cuerpos de seguridad: más de la mitad de alcaldes son investigados por posibles relaciones con grupos delincuenciales; también hay indagatorias que involucran a diputados locales y federales; los regímenes de Graco Ramírez Garrido y Cuauhtémoc Blanco Bravo estuvieron marcados por la corrupción; los responsables hasta octubre pasado de los cuerpos de seguridad estatales, incurrieron en actos de corrupción detectados por la Auditoría Superior de la Federación; hay juzgadores imputados por actos contra la administración de justicia; la anterior administración de la Fiscalía General de Morelos fue señalada y muchos de sus mandos enfrentan aún procesos por delitos contra la procuración de justicia; los magistrados del Tribunal Superior de Justicia han sido constantemente señalados por sus pares de actos de corrupción.

Y mientras todo eso ocurría, y en algunos espacios sigue ocurriendo, las víctimas de la violencia suman miles cada año; las y los asesinados, desaparecidos, lesionados con dolo, o sencillamente condenados a vivir en el temor por la extorsión o el riesgo de salir a la calle y ser robados, ultrajados, y sumarse a las cifras apabullantes de la incidencia delictiva en Morelos, sufrían sin siquiera el respaldo de quienes fueron contratados para protegerlos o para por lo menos escucharlos.

Por eso, aunque honesta, la empatía que la administración de la gobernadora, Margarita González Saravia, practica con las víctimas en Morelos es insuficiente mientras no se acompañe de un cambio en las estructuras que han permitido, por años, la acumulación de infamias. Lo que vale, en todo caso, es que en esa empatía se coloca también el replantamiento de las áreas de seguridad y justicia del Ejecutivo y del Estado; la revisión de los procesos; una nueva estrategia de seguridad pública y protección ciudadana; dotación de más recursos para reparar los daños que el Estado ha permitido y de los que en ocasiones fue cómplice; y sobre todo trabajar profundamente para garantizar la no repetición de los actos.

Algo de esperanza puede darnos la primera conmemoración del Día de las Víctimas en la administración de Margarita González Saravia. El compromiso del Ejecutivo con el tema ha sido evidente desde el primer día y el rediseño de la administración y del presupuesto han avanzado de forma responsable y seria. La más triste y horrorosa de las herencias que recibió este gobierno empieza a pagarse paulatinamente, aunque haya aún quienes desde espacios de poder ignoren o quieran bloquear la búsqueda de paz con justicia y dignidad.

La Jornada Morelos