loader image

Fernando González Domínguez

María Isabel Saro

Se fue el Marqués de Vargas Llosa

Fernando González Domínguez

Ha muerto el escritor y político peruano de nacimiento pero con nacionalidad también española y dominicana: el marqués Jorge Mario Pedro Vargas Llosa. Con certeza se puede decir que es el peruano más universal de la historia de ese país. Fue condecorado con todo tipo de reconocimientos, premios y doctorados honoris causa que le convierten también en uno de los escritores más reconocidos de este y el pasado siglo latinoamericano. En compañía de García Márquez, de Cortázar, de Onetti, de Paz, y de Fuentes, Vargas Llosa formó parte del famoso “boom latino” que llevó la lengua española a latitudes no vistas antes. La afición por la lectura se incrementó considerablemente al grado de recibir varios de esos escritores el prestigioso Premio Nobel de Literatura.

Vargas Llosa fue uno de esos escritores “Nobel” traducido a muchos idiomas, con una obra muy amplia y en algunos casos muy polémicas: “La Casa Verde”, “Pantaleón y las Visitadoras”, “Conversaciones en la Catedral”, “El Pez en el Agua” entre muchas recomendaciones que hoy se volverán a poner de moda a propósito de su partida este domingo 13 de abril con 89 años cumplidos. De joven comunista combativo viró su interés político hacia el “centro- derecha” calificada la geometría sólo circunstancialmente pues muchos de sus colegas de izquierda coincidían en lo político, aunque por rutas diferentes. Fue amigo de Gabriel García mucho tiempo. Tenían biografías parecidas: jóvenes universitarios confundidos en su profesión. Reporteros noveles en sus países y migrantes a Europa que les definió su carrera más que exitosa. Una diferencia personal les separó durante una visita a nuestro país. La leyenda dice que Gabo fue insolente con la pareja de Mario y éste le propinó un derechazo (no izquierdazo) y le pintó de morado un ojo. Fue sólo un incidente que no impidió que el peruano elaborara su tesis doctoral sobre la obra de García Márquez.

El lasallista recibió los Premios Rómulo Gallegos, Cervantes y Príncipe de Asturias además de reconocérsele con el Nobel sueco. Recibió honoris causa de Yale, de la UNAM, de Oxford, de Madrid, de Salamanca, San Marcos, de Israel y de Harvard entre decenas de pergaminos prestigiosos. Fue nombrado miembro de la Legión de Honor Francesa.

Hace dos años declaró que se retiraba como escritor pues ya le “fallaba la memoria, herramienta indispensable para un novelista” decía. Fue estudioso de múltiples movimientos sociales que le inspiraron para hacer literatura: “El Fiesta del Chivo” en la República Dominicana; “El Sueño del Celta” en Dublín y el Congo Belga o “La Guerra del Fin del Mundo” en Brasil. El joven comunista y después candidato peruano a Presidente por el centro-derecha expresó en una visita a nuestro país que el gobierno priísta de Carlos Salinas de Gortari era la dictadura perfecta disfrazada de democracia. Cayó muy mal en el ánimo oficial lo que le hizo dejar apresuradamente nuestro país. En cambio, los analistas y sobre todo la oposición de entonces celebró la definición que mucho tenía de cierta.

Hoy que se nos recomienda hacer homenaje leyendo al autor más como un cliché deberíamos estar atentos a esa expresión que puede ser más adecuada a nuestro sistema político que ya tiene controlados los congresos locales y las alcaldías y gobiernos estatales en su mayoría, además de tener también mayoría en las Cámaras de Senadores y de Diputados, y a un soló paso de tener también el poder judicial en la mano. Ya no tenemos instituciones ni organismos que vigilen y equilibren el poder en una democracia que se aleja y nos acerca a la perfección pensada por Vargas Llosa.

 


Que trascienda en paz Mario Vargas Llosa

Cuando leer era pensar, desear… y aprender a resistir con desobediencia

María Isabel Saro*

Hubo un tiempo, que siento no tan lejano, en que los pasillos de la prepa o cualquier facultad de Universitaria vibraban con una mezcla inolvidable: el eco de las asambleas, la música de Silvio, las consignas pintadas en muros y una sed insaciable de entender el mundo. En esos años —fines de los setenta, inicio de los ochenta— cuando ser joven en México era también una forma de resistencia, entre el Che y Monsiváis, entre Octavio Paz y García Márquez, apareció un nombre que a muchas y a muchos nos marcó para siempre: Mario Vargas Llosa, el peruano.

Leer a Vargas Llosa era leer con el corazón apretado. Su prosa nos golpeaba, nos sacudía, y al mismo tiempo, nos dejaba boquiabiertos por su belleza. La ciudad y los perros no era simplemente una novela ambientada en un colegio militar del Perú; era una denuncia feroz contra la violencia institucional que también reconocíamos en nuestras escuelas, en nuestros cuerpos, en nuestras historias.

Nos tocó leerlo en ediciones de Alianza, Seix Barral y casi siempre en copias fotostáticas mal grapadas que pasaban de mano en mano. En clase discutíamos con pasión lo que nos provocaba Conversación en La Catedral y esa pregunta maldita que se quedó flotando como un eco generacional: “¿En qué momento se jodió el Perú?” y claro, de inmediato nos preguntábamos: ¿y México?, ¿cuándo nos jodimos nosotros?

Lo que hacía único a Vargas Llosa era que, nos hablaba como si conociera nuestras propias almas, él siendo peruano. Sus personajes, su crítica al poder, su lenguaje brutal y lúcido, eran un espejo doloroso en el que nos veíamos reflejados las y los jóvenes mexicanos de aquella época. Leer La casa verde, por ejemplo, era como explorar un laberinto donde se cruzaban el deseo, la miseria y la culpa —y en ese viaje oscuro, también nosotros nos buscábamos.

Había algo profundamente formativo en leerlo en plena juventud. Entre marchas contra la represión, clases de teoría marxista ya en facultad, y tertulias interminables en casa de algún compañero, Vargas Llosa no fue solo un autor, fue un parteaguas. Nos obligaba a pensar, a confrontar nuestras creencias, a asumir que la literatura podía ser un arma, pero también un territorio incómodo donde no había héroes puros ni respuestas fáciles.

Para mí todo empezó antes, cuando apenas pasaba de la adolescencia a la adultez, con la ingenuidad que muchas chicas de la época cargábamos como una flor recién abierta.

Fue en el ISM, una prepa particular donde me dejaron leer, sin restricciones, Los jefes, Los cachorros, recuerdo que me prestaron un ejemplar delgado, con hojas amarillentas y letras apretadas. Y ahí estaba todo, esa prosa directa, potente, que hablaba de poder, de miedo, de esa brutalidad soterrada que habita en los adolescentes y en el mundo que los rodea.

Aquellos relatos fueron una revelación: la literatura podía contar lo más oscuro sin dejar de ser hermosa.

La ciudad y los perros la leí con el corazón en vilo. Un recuerdo vívido de sentir rabia, hasta asco…sentir verdad. Conversación en la Catedral me dejó con preguntas que aún hoy no se responden del todo. La casa verde, Pantaleón y las visitadoras… cada libro suyo era una sacudida, una lección sin moraleja.

Hoy en el día del fallecimiento de Mario, lo pienso y agradezco profundamente a aquellas maestras apasionadas con su materia, que contagiaban esa pasión; agradezco a aquella prepa que me permitió abrir esas páginas sin miedo. Me dejaron leer a Vargas Llosa, cuando mi mundo estaba por construirse. Y en ese gesto simple —permitirme leer— hubo una semilla que floreció.

Sí, leíamos a Mario Vargas Llosa. Leíamos Los jefes como quien se asoma por primera vez al abismo del mundo adulto. Leíamos los cachorros como quien reconoce, con dolor, la fragilidad del deseo y la crueldad de lo cotidiano.

Con cada libro suyo, íbamos comprendiendo —con lágrimas a veces, con rabia otras— quiénes éramos y hacia dónde queríamos caminar. Vargas Llosa fue, en nuestra juventud, sin saberlo, nuestro cómplice, nuestro retador, nuestro espejo. Y por eso, aún hoy, su voz resuena como aquella primera vez: clara, fuerte, y profundamente humana.

Que trascienda en Paz Mario Vargas Llosa…

* Lectora de Vargas Llosa / grupo_ies@yahoo.com.mx

A quien me lo prestó le puedo decir que ya se lo puedo devolver, que ahí lo tengo…jeje. Imagen, cortesía de la autora

La Jornada Morelos