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Entre la sequía, la presión internacional y el cambio climático: el reto del cumplimiento del Tratado de Aguas

 

Ya lo había advertido en mi columna del 26 de marzo pasado, México enfrenta nuevamente un escenario complejo respecto al cumplimiento del Tratado de Aguas firmado en 1944 con Estados Unidos, que obliga a nuestro país a entregar un volumen anual promedio de 432 millones de metros cúbicos provenientes del río Bravo. Hoy, como ha ocurrido en otros momentos de la historia reciente, las dificultades para cumplir con este compromiso internacional han generado tensiones diplomáticas y presiones políticas, exacerbadas ahora por la postura del gobierno de Donald Trump, quien ha utilizado el tema del agua como una pieza más en su estrategia de confrontación comercial y electoral.

Pero más allá de las amenazas externas, lo cierto es que los desafíos que México enfrenta para cumplir con la entrega de agua tienen raíces profundas y estructurales. Uno de los factores más determinantes es la sequía extrema que se vive en el norte del país, particularmente en los estados de Chihuahua, Coahuila, Sonora y Tamaulipas. De acuerdo con el Monitor de Sequía de la Conagua, muchas de las cuencas de esta región registran niveles de almacenamiento muy por debajo del promedio histórico, con impactos severos en la agricultura, la ganadería y el abastecimiento para la población.

A esta crisis hídrica se suma el impacto creciente del cambio climático, que ha intensificado los ciclos de sequías prolongadas, incrementado las temperaturas y alterado los patrones de precipitación en el norte del país. Estudios recientes del Panel intergubernamental de Cambio Climático (IPCC) señalan que la región fronteriza entre México y Estados Unidos es particularmente vulnerable al calentamiento global, lo que agrava la presión sobre las fuentes superficiales y subterráneas. Esta situación no solo complica el cumplimiento de los acuerdos internacionales, sino que también pone en riesgo la seguridad hídrica de las comunidades locales, cuya prioridad debería ser garantizar el acceso al agua para el consumo humano y las actividades productivas esenciales.

El dilema es, entonces, mucho más profundo que un simple cálculo de volúmenes a entregar. Se trata de una disputa por el agua en un contexto de crisis climática, sobreexplotación de acuíferos y falta de planificación a largo plazo. En este escenario, es necesario repensar los esquemas de asignación y gestión de los recursos hídricos en la frontera, privilegiando la cooperación binacional, la tecnificación del riego y la recuperación de los acuíferos como medidas indispensables para construir una salida sostenible a este conflicto.

Mientras tanto, la presión política del gobierno de Donald Trump no ha dejado lugar a dudas. En sus recientes declaraciones, ha advertido que, de no cumplirse puntualmente con las entregas de agua, podrían imponerse sanciones comerciales contra productos agrícolas mexicanos, particularmente aquellos que dependen del mercado estadounidense, como el jitomate, el aguacate y diversos granos. Esta amenaza no es menor: alrededor del 80% de las exportaciones agroalimentarias mexicanas tienen como destino Estados Unidos, y cualquier represalia en esta materia afectaría directamente a miles de productores no solo del norte del país, quienes ya enfrentan las consecuencias de la sequía y la escasez de agua para sus cultivos. Así, el conflicto por el agua no solo es un tema de política exterior, sino también una cuestión de supervivencia económica para las comunidades rurales de México, que hoy están atrapadas entre las exigencias de un acuerdo internacional, la devastación provocada por el cambio climático y la vulnerabilidad de depender de un solo mercado.

*Profesor, consultor y gerente general de AQUATOR

Juan Carlos Valencia Vargas