loader image

 

Las revueltas de la barranca

(Tercera parte)

 

El antropólogo inglés Tim Ingold ha desarrollado el concepto de multiplicidades para abordar el problema de la separación entre naturaleza y humanidad como dicotomías opuestas. El pensamiento occidental filosófico, al menos de Platón hasta nosotrxs, ha insistido en separar cultura y naturaleza, entre objeto y sujeto. Esta, no es una separación que busca reconocer las singularidades y diferencias del Otro, sino que ubica al hombre en la escala más alta de las manifestaciones. Esta jerarquía representa al resto de los seres como objetos inertes o recursos explotables y disponibles a nuestra entera disposición. Bajo los grilletes de esta lógica, Omar Felipe Giraldo asegura que “el problema es que en la modernidad la primera parte de los dualismos —el sujeto, la mente, la cultura, la razón, lo civilizado, lo masculino, lo secular— se separa y se sitúa en una posición de superioridad frente a la parte subordinada del binarismo —el cuerpo, la naturaleza, los afectos, lo primitivo, lo femenino, lo sagrado”.

Así, en la ilusoria cima de esta ideología, nos percatamos de que el problema ambiental que enfrentamos en la actualidad:

… no es un problema de carácter geológico o ecológico, sino un entuerto civilizatorio producido por un tipo particular de ontología, generado por el pensamiento ontológico y sus escisiones constitutivas. Una crisis o colapso que emerge como consecuencia de una ontología basada en el “yo” moderno, y la creencia de que el mundo está compuesto por muchos “yoes” separados entre sí —la humanidad compuesta por la suma de sus individuos—, pero separados de lo demás, de los otros seres del mundo —el resto: la naturaleza—.

(Giraldo 2020)

Según Ingold, el ambiente está constituido de enredos que incluyen múltiples nudos e hilos entre humanos y no-humanos. Para Ingold, los componentes de esa gran trama no son seres, sino devenires: “devenires pájaros, devenires herramientas, devenires plantas, devenires humanos, devenires bacteria, yendo de un lado para otro, formando un gran patrón de líneas entretejidas. No somos un orden escindido, tratando de hacer empalmes, sino desde siempre seres habitando junto a otros. Difícilmente podemos decir dónde termina una persona y dónde empieza su ambiente”.

Yo también me pregunto: ¿Dónde termina la barranca y empieza mi cuerpo?

Hace unos años escribí un poema, que desde el año pasado se ha convertido en una pieza de la coreógrafa Beatriz Dávila Bromm, en el que decía: “He caminado en la superficie de mi ser hasta ya no saber dónde acaba mi cuerpo y donde empiezan las selvas No entiendo la diferencia entre mano y acantilado Entre deseo e islote Entre llave y musgo No sé dónde acaba mi cuerpo y empieza el rocío de la mañana […]”. De esa manera, habría que experimentar el paisaje en Cuernavaca, los enredos y mutaciones que surgen entre la roca volcánica, las bicicletas de montaña, los tlacuaches, la fruta madura sobre la hierba, los libros de los cronistas, los tatuajes, las manos, el cabello, los perros de la calle, las fotografías viejas, la comida tradicional, el arte, los árboles milenarios, los astros, los muchos tipos de cuerpo. Incluso ir más lejos e inventar cuerpos y enredos, cyborgs nos diría Donna Haraway: “organismo cibernético, un híbrido de máquina y organismo, una criatura de realidad social y también de ficción”, inventarnos como una multiplicidad que forma parte de otra mucho más grande, poderosa, violenta y vibrante. Seguir la lógica de lo que plantea Robin Myers cuando dice:

Hace poco, un hombre y yo nos sentamos junto a una

[cascada

con las piernas en la corriente y nuestros hombros

[tocándose.

Sé que sentí el cuerpo salvaje y vasto del río

y el cuerpo breve y cálido del hombre y sé

que mi cuerpo estaba involucrado con los dos, y ¿quién

[puede negar

que hayamos formado, juntos,

aunque sea por un momento,

un nuevo animal?