Invasión silenciosa de la barranca
El Puente 2000 está construido sobre la barranca conocida como el Chiflón de los Caldos. El puente lleva a H. Preciado por un lado y por el otro, se llega a La Carolina y al panteón de La Leona, pero debajo también vive gente y se ven casas construidas entre las cañadas, e incluso al fondo, donde solía correr un río y donde ahora se estanca agua putrefacta e inmundicia. Yo conocí el Chiflón de los Caldos de la voz de un taxista que me contó que a un costado del puente y me señaló un enrejado cortado, la gente del rumbo enterraba a sus perros.
La noche que llegué a Naranjos, decidí caminar al anochecer para calar el rumbo y atestiguar si era o no peligroso. Crucé el puente y me detuve a la mitad para contemplar la barranca, del lado que inicia con la tienda de disfraces “Lolita” y termina con las carnitas “El puente”. En un primer momento me atrajo la arquitectura de límites difusos de ciertas casas construidas de maneras inconcebibles y fascinantes. De pronto, algo llamó mi atención. Alguien, no distinguí si hombre o mujer, descendía usando una escalinata de roca volcánica que no se puede ver a simple vista. Ya era de noche y supuse que en la profundidad y entre la hierba crecida, la oscuridad se acentuaba, por lo que, la persona que seguía con la vista, se alumbraba con lo que supongo era su celular. La noche y el paisaje provocaron que la escena se convirtiera en una especie de ensoñación. Tuve la sensación de ver un cuerpo que descendía en el tiempo. Como si allá abajo esa persona accediera a otra época, primordial y salvaje y también sentí alrededor del puente una presencia que me inquietó. Al fondo de la barranca, la persona se perdió entre unos árboles y la luz se apagó, como cuando la ventisca apaga una vela. Me pregunté a dónde llevaban esas escaleras y si terminaban ahí o si todavía se podía seguir bajando.
En mi habitación había dos grandes ventanales. Uno frente a la cama con una puerta corrediza y el otro en el costado derecho. Afuera compartía un jardín con la familia, los perros y los gatos de mi casera. Era una casa con ese estilo que denominamos “muy de Cuernavaca”, es decir, amplio, ruinoso, descuidado, con reminiscencias de un pasado mejor, incluida la alberca vacía, repleta de hojarasca remojada en agua estancada. Quien vive cerca de la barranca sabrá a qué me refiero cuando hablo del lenguaje de la barranca, de las voces que emanan de ella. Esa primera noche, en la cama, tras apagar la luz, al paso de unos minutos, la escuché, primero como el rumor del agua que corre al fondo de quién sabe dónde y más tarde como un seseo o como un suspiro inquietante. También percibí el sonido del viento entre las hojas de los árboles, haciendo sonar los carillones.
Conforme la noche avanza la ciudad se recubre de un silencio que enciende la naturaleza. Las hojas crujen con mayor amplitud y los grillos entonan cantos al borde de los troncos. Y esa noche, debajo de las cobijas, mientras reconocía el chillido de un tlacuache, envuelto en la sonoridad líquida y vegetal de la barranca, tuve la sensación de estar a la intemperie y no al resguardo del mosquitero y las paredes de mi habitación. Pensé que estaba afuera a la merced de la noche. Abrí los ojos y desconocí la frontera entre el interior y exterior. Acepto que nunca antes había pensado en la fragilidad de los muros de las casas que nos separan de la naturaleza. Prendí la luz, un poco nervioso y me di cuenta que el cuarto olía a fruta podrida. En una esquina vi un ciempiés retorciéndose y desapareciendo por un agujero. Y en la pared un camino de hormigas dibujaba un rostro. Y en el resquicio de la ventana, el brote de una planta, apenas perceptible, aparentemente manso, iniciando una invasión silenciosa.