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Palmeras salvajes

 

Las palmeras son la ruina viva de una Cuauhnáhuac jurásica que se alza por encima de los techos y de la voluntad de los humanos. No son árboles, no son pasto, no siguen las reglas de la madera ni del follaje. No enraman sombra, la dejan caer. Las palmeras no saben de fronteras: crecen donde quieren, se desprenden de sí mismas sin aviso, se desploman con un gesto definitivo. A veces sueño que comandan una invasión silenciosa porque proliferan en los ecosistemas más disímiles.

En mi ciudad, las miro en los camellones, en los jardines donde nadie las plantó, en las casas que no las esperaban. Son bestias barbudas que han sobrevivido al tiempo con la paciencia de lo incomprendido. Se mecen con la furia de quien recuerda una tormenta, pero al amanecer no hay rastro de su agite nocturno. Indiferentes, marcan el paso de los días sin inmutarse, sin aferrarse a nada.

Por las tardes, las palmeras estallan en estruendo. Las aves las habitan sólo un momento como un escenario en el que despliegan conciertos caóticos que anuncian la llegada de la noche, antes de refugiarse en árboles con follajes densos. Los pájaros carpinteros las golpean con insistencia, mientras que las golondrinas las rozan con su vuelo bajo, anticipando la lluvia que todavía no llega, que está atrapada, por un instante en los montes.

Las palmeras también tienen música. En Brasil, la Euterpe Catinga se convierte en madera y en són: el berimbau, que resuena en la capoeira, lleva en su cuerpo el eco de un tronco flexible y resistente. En cada cuerda vibrando hay un pedazo de selva, en cada golpe de baqueta una memoria de viento y sal. Su nombre, por supuesto, evoca a la musa Euterpe, la inspiradora de la música y la poesía, aquella que insufla melodía en la memoria de los humanos. Me preguntó qué vio o escuchó Alfred Russel Wallace al llamar así a esta palmera que crece en los suelos arenosos de las catingas y las sabanas de la cuenca amazónica.

Las palmeras han visto las calles abrirse y cerrarse, han escuchado nombres que ya no existen. Su voz es un rumor de olas en una ciudad sin mar. Me susurran una lección que apenas empiezo a comprender: echar raíces no es hundirse, es filtrarse. No es permanecer, es absorber. La palmera no tiene amarras, pero nunca se va. Sus raíces son hilos que buscan la caricia del agua lejana. Desde este valle me enseñan que la orilla no está en el horizonte, sino debajo de nosotros, esperando ser tocada.

Están ahí, siempre. En cualquier dirección que mires. Te reto a que hagas la prueba en Cuernavaca: voltea ahora mismo y busca una. Seguro te espía desde la lejanía, erguida e inmutable, su silueta recortando el cielo con su presencia inconmensurable.

Davo Valdés de la Campa