

La lámpara y la memoria: infancia y poesía según Baudelaire
El niño mira un mapa y no ve límites. Las líneas no son fronteras, son senderos, y en cada isla habita un anhelo de aventura. El mundo, todavía no domesticado por el nombre, se extiende como una lengua por descubrir. Todo cabe, todo asombra. No hay diferencia entre lo que se imagina y lo que se toca. El universo no está afuera ni adentro: es hambre de juego y descubrimiento ambiguo.

En “El viaje”, Baudelaire escribe:
Para el niño, enamorado de mapas y estampas,
el universo es igual a su vasto apetito.
El poeta reconoce que hay en la infancia una cualidad que no se pierde, aunque se entierre. Ver sin haber nombrado. Oír sin clasificar. Una conciencia que no ha sido todavía domesticada por el lenguaje, pero que ya está despierta. En esa vigilia sin categorías, todo tiembla de sentido.

Luego crecemos. Miramos atrás. Y el mundo, que era vasto bajo la lámpara, se achica en la memoria.
¡Ah! ¡Cuán grande es el mundo a la claridad de las lámparas!
¡Para las miradas del recuerdo, el mundo qué pequeño!
Pero la poesía —como el genio, dice Baudelaire— es la infancia recuperada a voluntad. No se trata de nostalgia. Tampoco de ternura. Se trata de volver a ese estado donde el mundo aún no es dato, sino asombro. Donde el lenguaje todavía puede fallar. Donde decir es un riesgo.

Michel Houellebecq lleva esta intuición al hueso. En Primero el sufrimiento, afirma:
El mundo es un sufrimiento desplegado. En su origen, hay un nudo de sufrimiento. Toda existencia es una expansión, y un aplastamiento… A partir de un determinado nivel de conciencia, se produce el grito. La poesía deriva de él. El lenguaje articulado, también.
Antes de la infancia, antes incluso del mundo tal como lo conocemos, hay un temblor. La nada, dice Houellebecq, vibra de dolor. Y ese dolor, en su paroxismo, engendra ser. No es un sufrimiento que llega después: es el origen. Nacer es romper. Existir, una herida que se prolonga.
El niño, entonces, no es solo apetito, también es asombro ante la grieta. Llora antes de hablar. Siente antes de saber. Y ese grito original —ese que precede al lenguaje— es también el germen de la poesía. Porque la poesía no viene del conocimiento, sino de una conciencia que ha sido tocada. Que ha oído. Que ha dolido.

Volver a la infancia no es recuperar la inocencia. Es acercarse a la fuente: ese punto donde la percepción y el dolor se funden, y se vuelve necesario decir. No para explicar, sino para resistir el peso de estar.
Y, sin embargo, Agamben advierte: no hay tal cosa como un sujeto fuera del lenguaje. En Infancia e historia, desmonta la idea de una experiencia muda originaria. Dice que todo sujeto se constituye en y por el lenguaje. Que la infancia no es un antes del habla, sino su umbral.
La fantasía de una experiencia muda originaria, entendida como una infancia de la humanidad, se eclipsa ni bien se reconoce el lenguaje como el origen de lo humano.
El origen de la infancia y el origen del lenguaje —dice— serían una y la misma cosa.

¿Y entonces? ¿Cómo sostener la poesía como acceso a ese grito previo, si todo lo humano ya está tejido por el habla? ¿Cómo recuperar la infancia si in-fans significa, precisamente, “el que no habla”?
Tal vez la respuesta esté en el borde. No en el silencio, pero tampoco en el discurso. La poesía no es lo que se dice, sino lo que tiembla entre lo dicho. No niega el lenguaje, pero tampoco se le somete. Lo dobla. Lo lleva a su límite.
El niño, el poeta, el loco: todos bordean esa región donde el lenguaje aún no se ha endurecido. Donde aún no separa al mundo de quien lo nombra. La poesía no es la infancia, pero es su pariente. No porque ignore el lenguaje, sino porque lo recuerda como una herida.
El poema no busca sentido, busca vibración. Es un eco del grito que dio comienzo a todo. Una forma de no olvidar que estar vivos duele, pero también brilla. Porque incluso bajo la lámpara, lo que se mira es el misterio. Y el niño —como el poeta— no lo resuelve. Lo nombra como un misterio.
