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El poema como testigo del testigo

 

“Nadie testimonia por el testigo”, escribe Paul Celan. ¿Quién habla por los que ya no están? ¿Qué puede decirse por quienes no pueden ya decir? ¿Y qué es, entonces, traducir una experiencia sino esa tentativa imposible de dar voz sin suplantar, de hacer oír sin ocupar?

Derrida, en su conferencia Hablar por otro, parte de este poema para reflexionar sobre la fragilidad del testimonio, sobre lo que se pierde cuando la voz del testigo ya no está para decir: lo indecible, lo intransferible, eso que ni siquiera el sobreviviente puede asegurar sin despertar sospechas. El sobreviviente —paradójicamente— es cuestionado por haber sobrevivido. Y es entonces que el poema aparece no como prueba, sino como promesa; no como documento, sino como acto de fe. Derrida lo dice así: “el poema, en cuanto testimonio, es la pura relación con lo otro, sin tercero que levante acta”.

Traducir, entonces, es habitar ese espacio sin acta, sin certidumbre. Lo dice también Walter Benjamin en La tarea del traductor: no se trata de reproducir el sentido original de forma literal, sino de aproximarse a una “lengua superior”, como quien reconstituye una vasija rota y reconoce en cada fragmento no su forma original, sino la huella de una totalidad que no necesita completarse para ser comprendida. Traducir es rendirse ante lo inabarcable sin renunciar al intento. Es hablar —como lo quiso Celan— por la cosa de otro, por la cosa de un totalmente Otro.

Quizás por eso escribimos poesía. Porque lo que vivimos no cabe en una sola lengua. Porque nuestras heridas, nuestros gestos, nuestros muertos nos exigen decir, aunque sepamos que no alcanzaremos. El poema no explica, no representa: testimonia. Es el lugar donde el lenguaje se vuelve ceniza y, sin embargo, se pronuncia. Donde el testigo falta, y por eso mismo, el poema deviene necesario.

Es Celan otra vez, en El Meridiano, quien dice que el poema tiende hacia un otro. No sólo habla, necesita ser oído. Esa necesidad del poema, de traducirse, de pasar de una experiencia a otra, de un idioma a otro, no es un capricho estético, sino una urgencia ética: traducir es arriesgarse al fracaso como única vía de encuentro.

Así, en cada traducción, en cada lectura, en cada intento de testimoniar lo que otro vivió, seguimos el gesto de Celan, su “idioma producido”, como lo llamó Derrida, un idioma atravesado por la catástrofe, pero aún capaz de buscar un enfrente, alguien que escuche. Traducir es ser ese alguien. Es atreverse a ser testigo del testigo. Testigos de otros mundos, de otras maneras de amar, de ver la infancia, de habitar jardines, de romperse, de amar el sol, de vivir la guerra, de resistir el dolor.

Walter Benjamin. Foto: elasombrario.publico.es

Davo Valdés de la Campa