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Télos

Davo Valdés de la Campa

En Las bodas de Cadmo y Harmonía, Roberto Calasso relata un encuentro entre Creso, último rey de Libia y Solón, el gran legislador de Atenas. El último llega de visita al palacio del primero. En un diálogo, Creso quiere ser reconocido no sólo como un gobernante poderoso sino que también se le conozca por ser “el más feliz de los hombres”. Solón cita, para contradecirlo, el caso de un hombre feliz, un desconocido ateniense que ha muerto, anciano, en la batalla. Según Calasso, lo que hace Solón es, no contraponer la idea del hombre común al poderoso sino que en el fondo busca reflexionar y exhibir la paradoja griega en torno a la felicidad. ¿Qué revela su respuesta? Que sólo el hombre muerto puede poseer la felicidad. Por lo tanto, Creso no puede ser el más feliz de los hombres. Dice Calasso: “la felicidad es un carácter de la vida que exige la desaparición de la vida para existir”. El fundamento de esta paradoja está inscrito en el lenguaje, por ejemplo en el morfema télos que significa al mismo tiempo “realización”, “perfección” y “muerte”. Pero, para Calasso, en realidad lo valioso de la respuesta de Solón no es su contenido, sino su absoluta elegancia. “Nunca se ha encontrado una circunlocución tan eficaz para decir una verdad que, en su forma directa, resultaría demasiado cruda, y tal vez ni siquiera una verdad: que la felicidad no existe”. 

En un breve ensayo de Giorgio Agamben, titulado “Magia y felicidad”, el filósofo italiano abre con una cita de Walter Benjamin, quien dijo una vez que la primera experiencia que el niño tiene del mundo no es que “los adultos son más fuertes, sino su incapacidad de hacer magia”. Y dice Agamben que “es probable, en efecto, que la invencible tristeza en la cual se sumergen cada tanto los niños provenga precisamente de esta conciencia de no ser capaces de hacer magia. Aquello que podemos alcanzar a través de nuestros méritos y de nuestras fatigas no puede, de hecho, hacernos verdaderamente felices. Sólo la magia puede hacerlo.”

Siguiendo la idea griega de que el que se sabe feliz deja de serlo o de que sólo la muerte puede completar y manifestar la felicidad, ésta se vuelve utópica e inalcanzable, a menos que entre en juego lo maravilloso, es decir, cuando sin desearlo, aparece, sucede u ocurre como por arte de magia y ese conjuro que no sabíamos estaba destinado a nosotros nos aleja “de una vez por todas la tristeza infantil”.  De nuevo Agamben:

Si es así, si no hay otra felicidad que sentirse capaces de magia, entonces se vuelve transparente también la enigmática definición que de la magia dio Kafka, cuando escribió que si se llama a la vida con el nombre justo, ella viene, porque “esta es la esencia de la magia: que no crea, pero llama”. Esta definición está de acuerdo con la antigua tradición, que cabalistas y nigromantes han seguido escrupulosamente en todos los tiempos, según la cual la magia es esencialmente una ciencia de los nombres secretos. Toda cosa, todo ser tiene de hecho, más allá de su nombre manifiesto, un nombre escondido, al cual no puede dejar de responder. Ser mago significa conocer y evocar este archinombre. 

De esa forma el niño inventa una lengua secreta, un idioma desconocido que mágicamente evoca otras realidades, un juego que niega la realidad, que la expande y la convierte en una atmósfera en donde todo es posible, no es una palabra para designar la felicidad, es un gesto, un habitarla sin tener que nombrarla, ni buscarla. La felicidad desaparece cuando la infancia acaba e intentamos hallar la palabra precisa que defina esa sensación.

En última instancia, la magia no es conocimiento de los nombres, sino gesto: trastorno y desencantamiento del nombre. Por eso el niño nunca está tan contento como cuando inventa una lengua secreta. Pero su tristeza no proviene tanto de la ignorancia de los nombres mágicos como de su dificultad para deshacerse del nombre que le ha sido impuesto. No bien lo logra, no bien inventa un nuevo nombre, tiene en sus manos el salvoconducto que lo lleva a la felicidad.

La magia en ese sentido es un circunloquio. No podemos llamar a eso que nos hace feliz, es necesario dar un rodeo en apariencia innecesario, una vuelta exagerada, volar alrededor, nadar a la profundidad de las cosas donde los objetos pierden sus nombres y lejos de eso que ya no podemos decir con todas sus letras, lo que hacemos es conjurarlo a través de gestos. El encantamiento es precisamente el acto de encantar, que deriva del latín incantare que significa “lograr un hechizo por medio del canto”. En ese sentido, quizá lo más parecido al acto mágico de la felicidad es la creación de música, cuya arquitectura sin lenguaje, logra hechizar, y provoca alegría, tristeza, invita al baile y al despertar de la sensualidad. Una simple melodía puede llevarnos a esa región de la infancia en donde es posible, sin tener que decir de manera cruda: que la felicidad no existe o que la felicidad se termina y que sólo la magia puede evocarla, al menos, después de todo, eso es lo que decidimos creer.  Podemos hablar de eso que nos produce dolor y hacerlo a través del encantamiento del canto, con los ojos del niño, que aún no conoce las palabras que designan su pérdida.

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