

Hay quienes creen que escribir es una forma de sanar. Que se escribe para expulsar el dolor, para exorcizar el sufrimiento. Pero ¿y si no fuera así? ¿Y si escribir fuera, más bien, la manera más profunda de habitar la herida?
La poesía no es una respuesta definitiva, aunque su forma sea contundente y revele la verdad a manera de enigma. La poesía es una forma de permanecer. De demorarse en lo que duele. Como si el lenguaje, lejos de curar, nos revelara la forma exacta del sufrimiento.

Las palabras castellanas dolencia y sufrimiento vienen de aegritudo y aegrimonia, que nombraban, en latín, una aflicción del alma. No eran dolores del cuerpo, sino de la forma en que el cuerpo se sabía y se reconocía mortal. Se trata de un desajuste invisible, un temblor de los humores. Bilis negra. Tierra seca. Otoño. Melancolía.
El melancólico no está triste: está abierto. Su dolor no es que le falte algo concreto, sino que todo le duele como una pérdida irrecuperable. Pero no se duele porque haya perdido, sino porque ha visto la dimensión de esa carencia. El melancólico ve más, siente más. Y no puede no callarse esa pena.
La enfermedad no estaba localizada en una parte del cuerpo, todo él estaba enfermo, decían los antiguos. El desbalance interno no era un accidente, era una condición del estar. Como si la armonía fuera una pausa improbable, y la desarmonía, la nota fundamental.
Virginia Woolf lo dijo con claridad asombrosa:

Considerando cuán común es la enfermedad… qué desiertos y yermos del alma un ligero ataque de influenza muestra… cómo vamos hacia abajo al pozo de la muerte y sentimos el agua de la aniquilación más cerca sobre nuestras cabezas…
Esa fiebre que alucina. Esa caída sin dramatismo, sin grandeza, pero con la hondura de lo que no se puede decir sin temblor. En esa grieta brota una porción de la poesía.
Agamben, citando a Freud, lo llevó aún más lejos al asegurar que el locus severus de la melancolía es también el lusus severus de la palabra, el juego grave del lenguaje. Ese espacio entre la pérdida y la forma. Entre el grito y el canto. Un lugar que no es del mundo ni del sueño, pero en el que las cosas se dicen como si por primera vez fueran reales.
En la filosofía de María Zambrano, la melancolía no se concibe como una tristeza pasiva, sino como una fuerza que puede ser positiva y creativa. Para Zambrano, la melancolía es una forma de «tener» el mundo sin poseerlo, una experiencia que permite captar la belleza y el significado de las cosas a través del tiempo:

La melancolía es una manera, por tanto, de tener, es la manera de tener no teniendo, de poseer las cosas por el palpitar del tiempo, por su envoltura temporal. Algo así como una posesión de su esencia, puesto que tenemos de ellas lo que nos falta, o sea lo que ellas son estrictamente.
Melancolía no es nostalgia. No es mirar atrás con pena. Es mirar aquí con intensidad. Estar tan presente que el mundo duele…
Hay una forma más callada de melancolía: la que surge cuando se siente que algo falta, aunque no se sepa qué. Como si todo faltara. La literatura es esa búsqueda sin mapa. Yo escribo porque quiero encontrar las palabras exactas que designan algo que aún no sé cómo nombrar, pero que me habita. Cada letra, cada oración, es un intento fallido. Y sin embargo insisto. La literatura es también un refugio que no termina de construirse, pero que ya es un hogar. A veces pienso en los libros que he leído como casas que me poseyeron y que luego perdí. Siento una feliz melancolía al recordarlos, al evocar lo que sentí en ellos. Pero no sé qué es exactamente lo que me duele. Releo esperando hallar la pieza perdida, pero sólo se intensifica el anhelo. Freud decía que en la melancolía hay que admitir que se ha producido una pérdida, pero sin llegar a saber qué se ha perdido. Quizá eso sea suficiente: saber que se sintió. Que se habitó un espacio íntimo e inasible. Y abrazar esa melancolía como quien abraza el eco de una canción que nunca termina de irse.
