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Davo Valdés de la Campa

Existe un término del formalista ruso, Víktor Shklovski, que hace referencia a una de las particularidades del lenguaje literario. Se trata de la desautomatización. Funciona en dos niveles, por un lado, lo que se busca es desarticular la forma automática y cotidiana de nuestros usos del lenguaje, pero también, se pretende desarmar la experiencia del objeto que se vuelve literario (singularización) a través de la forma en cómo se abordan y se representan las cosas en el texto poético. El objetivo es retratar los objetivos como si se describieran por primera vez, por lo tanto el lector logra ver y/o experimentar eso mismo, que es familiar, pero como si lo viera como nunca antes con una mirada renovada.

Creo que esa es una forma en la que podemos acceder a nuestros propios recuerdos. Aproximarnos como si viéramos algo nuevo e inusual. Es una estrategia que sirve para transformar nuestros testimonios en algo vivo y pertinente, actualizado y mutable. Los recuerdos también son imágenes llenas de símbolos y por eso usamos palabras para traducir lo que hay en esas imágenes. Para realmente hablar de la dimensión del recuerdo es necesario usar el artificio del lenguaje para calificar y dotar a ese paisaje y a esos objetos del valor emocional, de la carga sentimental que guardan. La memoria no necesita la precisión o la objetividad. Necesita lo mágico y lo oculto. Cada recuerdo es un enigma. En cada imagen se encierra una percepción del mundo, por eso no está completa en sí misma, por eso necesita del lenguaje poético para trascender lo automático o lo naturalizado y por eso, los recuerdos involucran a todos los sentidos: aromas, texturas, sonidos, visiones que alimentan la imagen, la completan y la trastocan. Pensar en nuestra propia vida, en términos que no sean poéticos, es anulación. La realidad se vuelve homogénea, cuando deberíamos buscar la singular particularidad de nuestra existencia. Dice Shklovski:

(..) la vida desaparece transformándose en nada. La automatización devora los objetos, los hábitos, los muebles, la mujer y el miedo a la guerra. Si la vida compleja de tanta gente se desenvuelve inconscientemente, es como si esa vida no hubiese existido. Para dar sensación de vida, para sentir los objetos, para percibir que la piedra es piedra, existe eso que se llama arte. La finalidad del arte es dar una sensación del objeto como visión y no como reconocimiento; los procedimientos del arte son los de la singularización de los objetos, y el que consiste en oscurecer la forma, en aumentar la dificultad y la duración de la percepción. El acto de percepción es en arte un fin en sí y debe ser prolongado. El arte es un medio de experimentar el devenir del objeto: lo que ya está “realizado” no interesa para el arte.

La tarea es convertir esa imagen en algo singular: un jardín, un árbol y un libro son objetos, paisajes, que en sí mismos podrían no comunicar nada más, sin embargo, de cierta forma ocupan cada uno una dimensión de significados valiosos que hace falta que salgan a la superficie. Decía Miguel Ángel que la escultura es «el arte de sacar a la luz lo que ya se encuentra dentro del mármol». De esa forma, a través de la des automatización podemos, quizá en una lógica similar al psicoanálisis, traer de la oscuridad, la verdadera razón de nuestros recuerdos. ¿Por qué me hace tan feliz esa imagen? ¿Qué fuerzas se tensan en la simpleza de la memoria que nos obliga a no olvidar ciertas cosas?

Mi abuela materna tuvo Alzheimer. Durante varios años la vi atravesar las diferentes etapas de la enfermedad. En la última etapa había olvidado casi por completo el lenguaje, sus funciones motrices primarias, entre otras categorías como el tiempo o el espacio. La manera en cómo avanza y se desarrolla este padecimiento es cruel y misteriosa. Por ejemplo, olvidó el nombre de casi todos sus hijos. Tampoco podía hallar las palabras para describir cómo se sentía, aunque su rostro estaba perpetuamente desencajado y su mirada reflejaba un estado de constante miedo y desconcierto. Hasta el final mi abuela no olvidó en absoluto el nombre de mi abuelo. Era una imagen constante que la reconfortaba, como también lo fue durante mucho tiempo la idea de volver a la casa de su infancia. De hecho, en un libro médico sobre la enfermedad encontré un capítulo que precisamente se llama así: “La casa de la infancia”. Y es que parece que una constante en la enfermedad es la de los pacientes queriendo volver a ese sitio. ¿Por qué persiste eso y no otra cosa en los recuerdos? ¿Por qué el nombre y el rostro de mi abuelo? En un libro que escribo sobre toda esta experiencia, cierro un poema con el verso: “quizá porque la felicidad no es un recuerdo”. Mi abuela fue feliz en esa casa y vivió el goce del amor a lado de mi abuelo. El Alzheimer la ha despojado de lenguaje, pero en su cabeza persisten ciertas imágenes y sensaciones. Su memoria ha abandonado la relación automática con las cosas. Para ella, al final, enferma completamente, todo era vivido, intenso y significativo. De cierta manera encontró una economía tristísima para retener sólo unas cuantas cosas, tres o cuatro palabras que sintetizaban y singularizaban su experiencia en el mundo.

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