loader image

Davo Valdés de la Campa

Hay un libro del gran poeta japonés Basho que tradujeron Octavio Paz y Eikichi Hayashiya en 1957. Se trata de un diario de viajes y no un compendio de sus tradicionales haikus. Bashoescribió el texto con su amigo Soan, durante una travesía que emprendieron al norte de Japón que abarcó 1,985 kilómetros a pie, caballo y bote. Sendas de Oku es célebre porque está escrito en un formato que el mismo Basho inventó: el haibun, un estilo que combina la prosa y el haiku. Uno de los fragmentos del libro me ha servido para pensar cuál es mi concepto de la brevedad de la felicidad. Cuando lo leí por primera vez pensé que en la inmediatez y dispersión de ese momento breve se halla la frontera de la tristeza, no como lo opuesto, sino como una fuerza que impulsa la belleza condensada en el momento feliz. Dice Basho: “La imagen de los ramos de los cerezos en flor de Uenoy Yanaka me entristeció y me pregunté si alguna vez volvería a verlos”. En el momento efímero de aprehensión se encuentra el momento de mayor pérdida. La intensidad crece en la medida que ese recuerdo es breve y sencillo. Como un libro cuyas páginas han desaparecido tras el tacto de mis dedos y la lectura.

Existe otra forma de experimentar ese momento. Algo que Gaston Bachelard describe en su Poética del espacio de la siguiente manera

Cuántas veces he conocido en mi jardín la decepción de descubrir un nido demasiado tarde. Ha llegado el otoño, el follaje se desnuda ya.  En el ángulo formado por dos ramas, he aquí un nido abandonado. ¡Estaban allí el padre, la madre y los pequeñuelos y yo no los he visto! Descubierto tardíamente en el bosque invernal, el nido vacío reta al buscador. El nido es un escondite de la vida alada ¿Cómo ha podido ser invisible? ¿Invisible frente al cielo, lejos de los sólidos escondites de la tierra?

El recuerdo feliz duele porque lo encontramos ya despojado de atmósferas. Apenas es visible, pero lo que más destaca es precisamente su invisibilidad y nuestra llegada tardía. “Para mí, muy pronto fue demasiado tarde”, dice Marguerite Duras en las primeras páginas de El amante. Probablemente sobre todos nosotros pesa esa misma condena. Siempre llegamos tarde. Las flores del cerezo de Basho, son precisamente la cúspide de un proceso: en este caso, la exuberancia de la belleza. Al hacerlo reconocemos el imperio tajante de la realidad que nos dice de que nunca volveremos a experimentar eso mismo, no sólo por lo efímero de nuestra existencia o por la errancia de nuestro viaje, sino porque es un hecho que esas flores se pudrirán pronto y esencialmente nunca volverán a ser las mismas, como aquella máxima de Heráclito que decía que “nadie se baña dos veces en el mismo río”.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *