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Omar Alcántara Islas*

Estrenada en México, en junio del año 2000, el primer largometraje del director González Iñárritu (CDMX, 1963) y de Gael García Bernal (Guadalajara, 1978) no es, por cierto, la primera película que entrelaza tres historias por medio de un dramático acontecimiento, pero, quizá, tal intersección no se había mostrado antes de una manera tan brutal como con ese choque automovilístico que ocurre en los primeros minutos del filme impactando también al espectador.

En esa primera escena, en la más lograda de las tres historias, la de Octavio (el mencionado Gael) y Susana (Vanessa Bauche, CDMX, 1973), el vértigo de una persecución se alterna con imágenes de las calles y avenidas de la megaurbe mexicana, con Torre latinoamericana de fondo, donde la ciudad «deshecha, gris, monstruosa» (JEP) es otra de sus protagonistas, lo que permite emparentar la obra con Los olvidados (1950) –además de que «el Jaibo» resuena en el «Jarocho» (Gustavo Sánchez Parra, CDMX 1966), otro gandalla juvenil– en esa espiral de violencia desatada en un mundo que se parece al de la mayoría de los habitantes de las grandes ciudades en México.

Octavio pretende a la esposa de su hermano, a semejanza de una transgresión de teatro clásico griego o shakesperiano, al tiempo que Daniel acaba de abandonar a su esposa y a sus dos hijas por una modelo española, en una segunda narración que llevará a sus protagonistas a interrogarse por la profundidad de sus emociones en la superficialidad del mundo en el cual parecen haberse movido hasta entonces; el tercer relato, en cambio, nos presenta a un ex-guerrillero convertido en sicario con una hija con la cual pretende reencontrarse en el marco de un planeado fraticidio. La tríada se unifica no solo por la presencia de los perros, sino también por la traición o la infidelidad.

Se trata de un mundo dominado por hombres iracundos e insensibles a las necesidades de las mujeres, con un par de episodios que llegan a rozar la inverosimilitud, pero, aún así, se articulan en los millones de probabilidades que ofrece la gran ciudad. La primera toma, por lo tanto, es del asfalto, para enfatizar que esto ocurre ahí, en la convergencia de millones de personas enloqueciendo a máxima velocidad, lo cual no deja de ser irónico para quien conoce el abominable tráfico de los capitalinos. La última toma, en cambio, es la del «Chivo» que se pierde con el perro «Cofi» («Negro») en el horizonte; sí, despidiéndose de ese mundo, pero también del siglo anterior.

Es el año en el que México logra la alternancia política, al menos en los colores del partido gobernante, lo cual, a pesar de lo que vendrá después, es un respiro para la desencantada sociedad mexicana; esa misma sensación se vive en las salas de cine con un filme donde el lenguaje coloquial también irrumpe explosivamente en una sociedad acostumbrada a la lengua mojigata y artificiosa de la televisión abierta, en una conjunción de talentos que incluye, además de los mencionados, al guionista Guillermo Arriaga (CDMX, 1958), el músico Gustavo Santaolalla (Buenos Aires, 1951), el fotógrafo Rodrigo Prieto (CDMX, 1965) y la actriz Adriana Barraza (Toluca, 1956).

Para muchos de los mencionados, este filme constituyó la puerta de entrada a la industria cinematográfica internacional. Mas, ¿por qué volver a mirar esta película? Porque una de las historias es redonda y las otras no son malas; y en ese desequilibrio, por su ritmo, su música, sus recursos técnicos y fotográficos, sus actores, por un par de frases e imágenes que se han quedado en la memoria colectiva y porque después de 25 años, «nosotros, los de entonces, ya no somos los mismos» (Neruda).

*Doctor en literatura comparada

Fotograma de Amores Perros. Amazon

La Jornada Morelos