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Vivimos inmersos en una sociedad con amplios recursos científicos y tecnológicos. Tantos que desde hace lustros en los círculos académicos, educativos y económicos, se la ha dado en llamar sociedad del conocimiento. Desafortunadamente, el término está lejos de describir el significado del conocimiento en la sociedad actual, que a menudo se presenta heterogéneo, diverso y en ocasiones equívoco y falso.

La distribución del saber entre las naciones y dentro de las poblaciones de cada nación es sumamente desigual. Desde el punto vista exclusivo de la economía, se ha impulsado la idea de que conocer la naturaleza y la realidad es la base para el desarrollo y bienestar de la población. Aunque la ciencia es la actividad humana dedicada a conocer la naturaleza, para los economistas y algunos políticos, el conocimiento se considera un capital intangible y transformador. No obstante, la valoración de los productos de la actividad científica suele estar alejada de las motivaciones originales de los científicos —curiosidad, interés, pasión, la búsqueda del bien común y la cura de enfermedades humanas— que los llevan a resolver problemas. A pesar de ello, el progreso de la humanidad ha estado inevitablemente ligado al conocimiento científico y a su capacidad para transformarse en un motor de bienestar social y económico. El desarrollo de la industria farmacéutica y la fabricación de teléfonos inteligentes son ejemplos claros, entre muchos otros, de productos basados en el conocimiento y la tecnología.

Las naciones más prósperas del mundo invierten grandes sumas de dinero en ciencia y tecnología, incluyendo en la educación. Tienen un mayor número de patentes, innovaciones y empresas de alta tecnología en áreas clave como la inteligencia artificial, las comunicaciones digitales y la medicina. En estos países el ingreso per cápita es mayor en comparación de los países consumidores de los productos de los desarrollos tecnológicos. Varios países asiáticos como Corea del Sur y Taiwán a menudo son citados como ejemplos de esta política, como antes fue -y aún es- Japón, y ahora China. Los países del hemisferio norte, Europa y Norteamérica, deben gran parte de su riqueza a su pasado colonial e imperial, pero también a que, en una buena proporción, la investigación científica y tecnológica mundial se realiza en instituciones públicas y privadas en estos países. El inmenso número de recursos humanos altamente capacitados que mantienen estos países sobrepasa al número de investigadores en los países menos ricos de los países latinoamericanos, africanos y varios asiáticos. Ciertamente, en estos últimos países hay científicos realmente creativos e innovadores, pero su número relativamente pequeño tiene un impacto poco significativo en la economía de sus propios países.

A menudo escuchamos a científicos, políticos y columnistas de periódicos nacionales y locales, hablar de la sociedad del conocimiento. Suena bien como discurso y promesa, pero la apreciación y apropiación del conocimiento científico desde todos los sectores de la sociedad posiblemente sea fallida. Aún en países desarrollados, una buena parte de su población ignora el papel del conocimiento científico en la sociedad, como lo ejemplifican los grupos anti-vacunas. La falta de entendimiento de la ciencia se puede atribuir a la persistencia de los estereotipos del científico como “inventor” o creador de cosas útiles a la sociedad, de acuerdo a Cristiano Castelfranchi. Los proyectos recientes del gobierno de México para desarrollar tecnología espacial y de coches eléctricos suponen que la ciencia es un medio para producir algo útil. Pero la ciencia es mucho más que una solución técnica a un problema determinado. En sus más profundos cimientos, la ciencia es una forma de entender la realidad a partir de evidencias. No solo se trata de obtener información sino de una manera de pensar apartada de suposiciones subjetivas y apegada a los hechos que incluso pueden poner en duda nuestras ideas del mundo. En nuestra sociedad coexisten diversos tipos de interpretaciones de la realidad. Algunas bordean los límites de la superstición y otras están arraigadas en el conocimiento popular no necesariamente científico pero que algunos pensadores como León Olivé consideraron necesarias para una sociedad multicultural como México. En todo caso, aproximarse a la ciencia podría ayudar a discernir entre las formas como se presenta el conocimiento, y apreciar el valor del pensamiento científico. Al menos, como dijo Ruy Pérez Tamayo, saber algo de ciencia y lo que representa, podría servir para no nos tomen el pelo con sinrazones.

vgonzal@live.com

Víctor Manuel González