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Con total razón, algún lector (a) podrá señalar que estoy repitiendo el título de mi artículo publicado, en este mismo espacio, en diciembre de 2022 (estamos cumpliendo dos años de colaboración en La Jornada Morelos). La repetición es deliberada. En efecto, voy a partir de un señalamiento que, si bien, inicialmente fue académico, la realidad le ha dado sentido y sustancia. Hemos dicho y reiterado que el principio de la autonomía universitaria “requiere fortalecerse constantemente” (Tópicos de Derecho Universitario, UNAM, 2009), pues siempre habrá para los actores políticos y otros más, la tentación de inmiscuirse en la vida interna de la universidad pública.

Esa situación se puede dar en el ámbito federal o en el estatal. Puede ser por acciones o por omisiones. El propósito es el mismo, debilitar o desacreditar a la universidad autónoma. En ocasiones el ataque o la intromisión es pública y descarada, en otras es soterrado, pero igualmente indigno. La única opción de respuesta es la defensa de la institución y exhibir ante la sociedad el irresponsable actuar de las autoridades.

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Los ejemplos abundan. Cosa de recordar la última ocasión en que a propósito del entonces proyecto de reforma constitucional al artículo 3° constitucional, “un duende” suprimió la expresión “autonomía” de las universidades públicas. De esa manera se quiso justificar como error, la pretendida supresión de lo que es el sello distintivo y escudo institucional de la universidad pública.

En estos días, una vez más, el principio de la autonomía universitaria adquiere significado real, cuando inicialmente se hace público que la UNAM y el IPN tendrán una disminución en el presupuesto asignado para el año venidero. Ante la reacción inmediata, tuvo que venir una corrección de la SHyCP, al proyecto que presentó a la Cámara de Diputados. Lo mismo ocurrió con la UAM. ¿Qué pasó? ¿Realmente hubo un error de dedo? No me confió en la versión pública de los hechos.

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Para evitar riesgos innecesarios a las universidades públicas, derivados de errores o de acciones premeditadas, hay que pensar en mecanismos de salvaguarda presupuestal universitaria, que materialicen en la realidad el blindaje institucional establecido por el constituyente permanente, en el precepto de la Constitución federal.

Esto nos lleva a preguntar. ¿Qué hacer ante una situación que tiene visos de ser cíclica, pero que en realidad puede ser algo deliberadamente planeado por un actor político? Parece una cuestión de insistencia, que en algún momento logrará alcanzar el propósito, sea por debilitamiento o por descuido de las universidades públicas.

La fórmula sigue siendo institucional. ¿Cómo? Aparte del blindaje constitucional, que se establece para el principio de la autonomía universitaria, se debe reforzar con instrumentos legales específicos. ¿Cuáles? Que, en el texto de la Ley General de Educación, además de exigir que sea consultada la comunidad universitaria, antes de aprobarse cualquier reforma a una ley orgánica universitaria, se incluya de manera expresa, la obligación de un porcentaje mínimo del PIB con el que deben contar las universidades públicas en su presupuesto. ¿Cómo calcularlo? En función de las necesidades, programas o proyectos de impacto, sea general (becas a alumnos) o de investigación de impacto y desarrollo regional, estatal o nacional, que redunden en beneficio de la comunidad. No es una ocurrencia establecer un porcentaje presupuestal mínimo, pues se trata de dotar a la universidad pública de los recursos necesarios básicos, para que cumplan las funciones de docencia, investigación y difusión de la cultura, que coadyuvan en la solución de los grandes problemas nacionales. Que el porcentaje establecido sea el mínimo, tiene una doble repercusión, por un lado, que no se puede reducir (ni siquiera con mayoría calificada de legisladores) y, por otro, que ese porcentaje puede ser aumentado, si la universidad acredita con datos medibles y cuantificables, que requiere mayores recursos para cumplir con las obligaciones constitucionales que tiene asignadas.

No hay “mucha ciencia” en establecer parámetros objetivos y de acreditación factible, para otorgar un presupuesto mínimo básico a las universidades públicas. Puede ser un porcentaje diferenciado entre universidades, en función del carácter nacional o estatal. En todo caso, los criterios deben establecerse en ley.

No puede quedar en decisiones políticas, no universitarias, el destino del gasto de las universidades públicas. Se debe cerrar ese camino. Hay que diseñar esquemas institucionales que dejen fuera criterios poco universitarios, que pretendan recurrir a fórmulas o criterios subjetivos, como lo puede ser una pretendida “austeridad” o un proyecto de segundo piso o de segunda generación política, que poco o nada se corresponde con la realidad del quehacer cotidiano universitario. Es una labor de todas y todos. Me sumo a la propuesta de defensa presupuestal universitaria.

* Investigador Instituto de Investigaciones Jurídicas de la UNAM y del Sistema Nacional de Investigadores (SNI)

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eguadarramal@gmail.com

Enrique Guadarrama López