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Muy querida:

Desde la segunda carta me has preguntado sobre el terremoto. No había querido entrar en esas honduras, mi memoria sigue fragmentada. El shock es reciente. Intentaré un acercamiento oblicuo. La guerra no tiene rostro de mujer, de Svetlana Alexiévich, es una de las lecturas de cabecera con la que toda feminista debe contar. Valga esta intuición: moverme por los escombros del pueblo donde crecí, Jojutla, Morelos; tocar ese territorio estragado pocas horas después; sacar el temple a flote mientras la gente se quedaba muda, pues todos sabíamos que había personas enterradas bajo montañas de concreto despedazado, que debíamos actuar rápidamente y lamentarnos después; todo eso fue posible porque dichas escenas, las de la destrucción, las del caos, las de los militares fumando inquietos, los helicópteros, el dolor de los ciudadanos que se abrazaban sin soltarse, la incertidumbre, las calles grises con carros aplastados por muros rotos, las casas con los techos ladeados, la gente acampando ante sus ruinas, ya las conocía leyendo a Svetlana, ya las había imaginado, las sabía posibles, no eran nuevas en mi mente.

Leer literatura me había puesto en contacto con la catástrofe, me había preparado para una tragedia de cualquier dimensión; estaba cierta de que las mujeres ocuparíamos un lugar y que esa vez no nos lo escatimarían. Por eso los videos que mi sobrino me grabó mostrando los daños, pidiendo ayuda; imágenes que Jorge subió a su Facebook y fueron reproducidas cientos de veces. Por eso la crónica. Por eso transformar el insomnio, la pesadilla con los ojos abiertos, en cooperación, en acciones, por eso, porque el movimiento es vida y mientras no te quedes inmóvil, “la gran obra continúa”, como propone Walt Whitman. Esa vez, las campanas estaban doblando por nosotros, en verdad no hacía falta hacer la pregunta.

En La guerra no tiene rostro de mujer Svetlana Alexiévich recopila decenas de testimonios de rusas que combatieron en el frente durante la Segunda Guerra Mundial. Entrevistó a cocineras, enfermeras, francotiradoras; mujeres que piloteaban aviones, manejaban tanques, etcétera. Todas, con sus relatos, daban fe de que los hombres, compañeros que no tenían más opción que aceptar su presencia en la cruda circunstancia de una guerra que podía perderse frente al avance alemán, no cuestionaban su patriotismo, sus capacidades, su valor. De hecho, varias de ellas recuerdan que durante aquellos días eran capaces de dormir bajo temperaturas extremas sin enfermar, que alimentándose como un soldado común y corriente podían cargar los cuerpos de los caídos que las rodeaban con los miembros explotados, las caras quemadas, la sangre que enrojecía la nieve en dos minutos y volvía el suelo aún más resbaladizo.

Esas voces capturan al lector, las descripciones de las masacres, los bombardeos, pero asimismo los detalles, las delicadezas de esas chicas que trataban de colocar moños en sus uniformes, que se enamoraban en medio de los plomazos, que lo único que querían era que no las mataran para poder casarse cuando terminara la guerra, tener hijos y prepararles pasteles a sus esposos. Así fue, muchos de los encuentros con esas sobrevivientes condecoradas se dieron al interior de hogares rusos. La periodista tocaba la puerta, abría el marido, escuchaba la petición de hablar con la señora de la casa, hacía un gesto de desaprobación, pero dejaba entrar a la cronista. El señor, al comienzo, se sentaba a un lado, luego se aburría, se marchaba para que las mujeres hablaran a gusto de cosas de ellas, huecas, seguramente, sin sentido. Pero la verdad es que varios se mantenían cerca, al pendiente. Svetlana miraba cómo esa francotiradora que llevó a la tumba a cuarenta y siete alemanes, esa sargento que atravesó la línea de fuego para salvar las vidas de tres de sus amigos, esa piloto capaz de estratagemas para aterrizar con el aroma de la gasolina de su avión, usaba un mandil, sacaba panecitos del horno y se los servía, con té espeso, a un brusco macho que los masticaba haciendo muecas. El heteropatriarcado con sus roles sin fisuras, con la construcción de un imaginario que moldea el deseo de las mujeres, ha logrado atravesar nuestros devenires, se mantiene intacto, sin que lo toque una sola bala de las muchas que se han disparado en todas las guerras de la historia. También sucede porque nosotras entregamos el poder, porque esas jóvenes idealistas de los años cuarenta que arriesgaron el pellejo por su país, que se creyeron los himnos, cuentos y cantos de la Madre Rusia, por la que sí valía la pena ir a morirse, también compraron el “y vivieron felices para siempre”. El cual, ya sabemos cómo termina.

Ya ves, escapo del terremoto de nuevo. Miro por la ventana, me distraigo con las nochebuenas, pienso que las debo regar. Me levanto, sirvo otro café. Busco la libreta de notas. Encuentro: “Somos la literatura que elegimos, de ahí el cuidado que merece nuestra lectura del mundo”. Si es que soy fuerte en ocasiones es porque, como ya dije, he leído a tiempo lo necesario, los libros que me iban a dar un yelmo, una malla, un barco de Tatuana dibujado en las paredes, las que no se cayeron a pesar del temblor, e irme cuando ha sido la hora. Como muchas, he circulado en lugares y tiempos inconvenientes, según el machismo en boga que nos ataque. He entregado mi reino por un abrazo torpe y a veces me arrepiento. También de esos sismos me voy recuperando. He escrito varios libros, algunos nadie los lee, nadie los premia, pero sin ellos no podría definirme ni conocerme. Al igual que Herta Müller, otra Nobel que me parece genial, escribo para entender la vida, para resistir. No renuncio a la primera persona porque nos han querido arrebatar la voz, anochecerla. “Esa historia oficial, con grandes letras, es la historia diurna de los hombres, es la de la que sí se entera el universo”, advierte Alexiévich.

No, no quiero hablar del terremoto porque hacerlo implica abrirles el paso a metáforas que duelen, porque soy impaciente con las heridas y debo esperar a que cicatricen. No tocar la rosa, no tocarla, sobre todo si está hecha con cartílago. No soy cobarde, no me niego a ver la ignominia, voy a su encuentro, he aceitado lo suficiente mi detector de mierda, ése, el que Hemingway descubre. No evado las penurias, lo que sufren los demás es compartido. A todos nos toca un polvoso pedazo de tragedia. “Todos somos damnificados, hasta los que tenemos muy pocas cuarteaduras en la casa”, reveló una amiga psicóloga que se quedó sin consultorio en el centro de ese pueblo derribado por la sacudida de septiembre.

Ese pueblo ya no existe. Tengo que recurrir a la memoria con más fuerza para no olvidarlo. Ese lugar, siempre se escribe desde uno, era mi asidero, una especie de patria indócil porque ahí vive mi madre, ahí aprendí a hablar, a leer, a buscar poesía en estantes y jardines ajenos; ahí surgió mi primera enumeración del mundo, ahí menstrué, de ahí quise escapar con todo lo que tenía cuando era adolescente: autodeterminación delirante, necedad infinita, un terrible apetito de alas.

Ahora, querida, ahora que en Navidad regresé a Jojutla, que pretendí salir —a lo Ryszard Kapuściński— a reportear, encontré que las tumultuosas brigadas de ayuda que trabajaron arduamente durante dos semanas, cuando el país se volcó a darnos su apoyo, sólo alcanzaron a levantar piedras, basura y varillas, volviendo así lotes baldíos las casas, las tiendas, la estación del autobús que tantas veces me llevó a Ciudad de México donde me formé o pervertí, quién sabe. En ese pajar de nada doy con un símil, me pregunto si ese espacio arrancado de la tierra, demolido por la garra de la retroexcavadora a la que me monté con casco y chaleco reflectante, no dibujó un nuevo mapa de nuestro interior vacío, ahuecado, con perros como corsarios de la ruina que habitan. Me pregunto si no es que “somos muy pobres” desde antes, como repite una mujer en “El anillo”, un cuento de Elena Garro que a su vez resulta un diálogo con el autor de El Llano en llamas, Juan Rulfo. Me pregunto si no es que “Nos han dado la tierra”, que nos mienten con los donativos y el Fondo de Desastres Naturales del Gobierno Federal (Fonden); que nos han dejado solos de cara a un año electoral donde lo importante serán los comicios, develar el misterio de quién vendrá, de nuevo, a despojarnos.

Nada se levanta en Jojutla. No sé si nadie. La gente tiene miedo de salir por las noches. Un rumor fantasmal se extiende en cada esquina. Encontré algo más, justo enfrente de donde estaba la estación de los autobuses Pullman, uno de esos terrenos inhóspitos con un árbol alto y retorcido al centro. Atardecía. Hubieras visto esos colores, ni Neruda, en Santiago, donde las tardes se encienden con furor celestial, podría describirlos. Yo tampoco. Basta con decirte que era una tarde con el Cerro del Higuerón de fondo y el árbol, un símbolo cruel que susurraba: “Esperas a Godot y no te disfrazaste de Kapuściński, sino de vagabundo”, ¿y si soy como el esclavo que se llama Lucky en esa obra?

Por eso no quiero hablar del terremoto, porque el discurso de la carencia me rebasa y tengo que citar a otras para disculparme. No debería, lo sé, pero también escribo, como Rilke le contaba a Lou Andreas Salomé, para sentir que me comprendo, para que los astros no se muevan y puedan formar una constelación con otras predicciones. Necesito la foto de ese paisaje, la que tomé con el árbol en medio y el crepúsculo —monstruo hermosísimo—, pero sé que, aunque me defina, se rechaza. Montserrat Ordóñez, docente y escritora, lo entendió: “A veces me han dicho que hay tortura en lo que escribo. Es verdad, no podría escribir desde las rosas, los jazmines, las auroras y el amor, aunque los conozca, si he vivido entre el dolor y la violencia.”

Cada quien su suerte, en mi caso ya bastaba con otras crisis personales como para sumar a ellas un íntimo universo destruido.

Volvamos a la Navidad. Llegué a tiempo a la cena con la familia luego de escribirte una carta. Me puse un sombrero rojo, quería mantener vivo el fuego en mi cabeza. Me serví güisqui, y del bueno. Mi madre abrió los ojos. Vi a mi padre, ésa es otra historia y tampoco de jazmines ni de albores. Luego el brindis. Pidieron que tomara la palabra. Lo hice mal. Mentí, me mostré esperanzada, no hablé de mi tía María Antonieta, una doctora con consultorio propio, buena pensión, quien desde abril está desaparecida y las autoridades, qué raro, no han podido encontrar a los responsables. Así que dejé que un tío la recordara, que se parara el cuello, que él quedara bien, que él nos hiciera llorar. Yo ya había pensado mucho en eso mientras te escribía, había encontrado el árbol, la desolación y otros parangones con mis lecturas en las calles del centro, cuando sonaba de fondo una canción de los Ángeles Azules: “Amor, amor, amor, ¿de qué manera olvidarte, si todo me recuerda a ti, si en todas partes estás tú?”… Macabro, ¿verdad?

Fue el otro tío, el alcohólico discreto, un borrachín sensible que ha leído a Vargas Llosa, el primero en levantar el puño: “¡Jojulta de pie!”, exclamó. Lo seguí inmediatamente. Todos los demás también se levantaron. Fuimos, durante esos minutos, la familia más unida sobre la faz de la tierra. Por eso no quería hablar del terremoto, porque la guerra no tiene rostro de mujer, pero el relato de las desapariciones y la ruina que dejan las catástrofes, sí.

No sé cómo despedirme. Estoy llorando.

Cuernavaca, Morelos, 29 de diciembre de 2017

Este texto se encuentra en Cartas a una Joven Feminista (2018).

*Escritora

Alma Karla Sandoval