

Omar Alcántara Islas*
Una novela se transforma a la par que su lector con cada nuevo encuentro. Ocurre lo mismo con el visionado de una película o una serie, pero en estas últimas hay un mundo ficcional que se propone al espectador, para que este tenga una relación de otra índole, diferente al de la lectura. Esa diferencia provoca diversos juicios de valor sobre la pertinencia de adaptar una obra literaria a la pantalla, pero es ociosa la comparación de la literatura con un filme (o una serie) si no es para destacar las diferencias y no para sojuzgar el valor de un arte sobre la otra.

Porque, suele ocurrir, que desde un pedestal de arrogancia, los lectores creemos que, como un arte es cronológicamente anterior al otro –o porque la palabra tiene una primacía cultural o religiosa en nuestras sociedades–, entonces, la escritura o la literatura, debe poseer un estatus superior sobre el cine –o su extensión, las series, que es posible relacionar con la novela por entregas que tuvo su cumbre en el siglo XIX–. Sin embargo, también la imaginación audiovisual forma parte de la humanidad desde sus inicios.
Podemos imaginar –en este momento con palabras– a nómadas junto al fuego imitando el sonido de un animal salvaje y evocar el placer o el poder de esa fantasía. Es decir, en el comienzo fue el logos (palabra, razón), pero también, desde el principio, existió el mythos (relato), si queremos remontarnos, como lo hace el antropólogo –aquí se piensa en Lluís Duch–, a la génesis de la cultura; y si se nos permite proponer el mito, en este momento, como representante de la cultura audiovisual. De igual manera, en nuestro cerebro conviven ambas capacidades para aprender, pensar, fantasear o soñar.
Logos y mythos no están disociados ni en el arte ni en nuestra cabeza, aunque tendamos a separarlos para entendernos mejor. Por si fuera poco, hay que añadir a todo esto nuestro mundo emocional. Al concebirlo de este modo, podemos intentar evaluar en su justa medida lo que nos proporciona la experiencia artística literaria y lo que nos da el arte cinematográfico, para constatar que ambas técnicas son parte importante de nuestras mitologías –es decir, aquellas narraciones que nos contamos, con cualquier herramienta, sobre el mundo, ya sea que busquemos la «realidad real» o la «realidad ficticia» –diferencia que propone Vargas Llosa en Historia de un deicidio, su ensayo sobre la obra de García Márquez–.
La experiencia audiovisual tiene sus propias leyes donde, por ejemplo, ya no es posible imaginar Macondo como un pueblo intangible enmedio de una sierra igual de desconocida, sino que la cámara se encarga de mostrarnos esa realidad, para que nosotros, entonces, sin dejar de imaginar el futuro inmediato, con imágenes y palabras, nos abramos paso, curiosos, entre la enmarañada selva de nuestras expectativas, ya no literarias, sino audiovisuales. Pero ¿dónde comienza la imagen y termina la palabra en nuestro cerebro? O viceversa. Hay estudios neurológicos, por supuesto, pero estos no han agotado las preguntas.

Por lo tanto, más que analizar ahora el encuentro intersemiótico de la serie basada en Cien años de soledad, se buscan algunas condiciones previas para evaluar posteriormente, no el qué sino el cómo de ese producto audiovisual. Un ejemplo, la novela Cien años de soledad tiene una estructura circular propia del mito –entendido aquí como relato sobre los orígenes de la cultura–. Y una representación visual de esto es una serpiente que se muerde la cola, tal como aparece al comienzo de la serie producida por Netflix. En ambos casos, esta idea de la circularidad mítica puede ser expresada, narrativamente, tanto en el cine como en la literatura, con sus propios medios; y en ambos ser efectiva y placentera para el lector o el espectador.
Se anota lo anterior, porque así como hay un analfabetismo de la palabra escrita, existe lo que, de forma provisoria, se puede llamar analfabetismo audiovisual o incapacidad de poder mirar críticamente u «observar entre las imágenes» –el equivalente de «leer entre líneas»– cualquier producto de esta índole, desde un meme, hasta un comercial, una película o una serie. Si no nos esforzamos por esta alfabetización (iconización, quizá), los más viejos, sobre todo, corremos el riesgo de irnos rezagando en un mundo cuya cultura audiovisual es avasalladora, al tiempo que nos vamos distanciando de las generaciones más jóvenes.
Dicho de otra forma, no vale seguir sosteniendo en la era de la inteligencia artificial, cierta supremacía del logos sobre el mythos, en vez de cultivar ambos a conciencia, sin dejar de lado el gozo del arte que, cuando lo es, sea escrito o audiovisual, tiene el poder de hacernos sentir que nos lleva más lejos (o más cerca) que toda reflexión.
*Doctor en literatura comparada

