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PERROS ADOBADOS DE AQUÍ Y DE ALLÁ

 

 

Hacia mis veinte años estuve en Indonesia, gracias a la generosidad de mis padres. En la isla de Java, uno de los platillos tradicionales es el perro y, sobra decirlo, yo no me lo perdí. Establecí el contacto necesario en la ciudad de Djakarta a través de un taxista (que en cualquier parte del mundo son el conducto ideal para conseguir las cosas más disímbolas) y así llegué a un modesto restorán donde comí sin rodeos lo que probablemente ya conocía, sin saberlo, aquí en mi tierra natal. Eran trozos de carne con hueso en una salsa espesa y oscura, parecida al adobo. Yo era el único extranjero en ese lugar. La salsa era muy sápida y dominaba sobre el sabor de la carne, por lo que poco podría decir acerca de la pulpa perruna.

Para que los clientes no abrigaran suspicacias y pensaran que se les daba gato por perro, en aquel establecimiento tenían un corral en el patio trasero del comedor, donde reposaban varios canes de las más variadas razas (pero todas mezcladas en cada animal; era ostensible un alto grado de hibridación generalizada). De hecho, hacían redadas de perros callejeros, los cuales castraban para que engordaran y los sometían a una dieta de varios meses a base de arroz cocido; así se limpian por dentro y se ceban. Es una técnica similar a la que se usa para “purgar” a los caracoles de tierra, que se ponen sobre harina de trigo varios días.

Acerca de la castración, viene al caso recordar que es un procedimiento usado con diversos mamíferos justamente para engordarlos y que tengan más peso al momento de sacrificarlos o de venderlos. Además, también sirve para amansarlos. Es muy conocido el caso de los caballos; castrados son más dóciles, y en cambio “enteros”, como les llama el pueblo a los que conservan sus testículos, pueden ser muy briosos. Ya sabemos que los bueyes son los toros castrados y en su caso se les cortan o atrofian esos órganos con un doble propósito: amansarlos y que suban de peso, pero no para comerlos sino para que tengan más tracción al jalar el arado o la carreta. Y hablamos de atrofiar porque a veces no se amputan esas glándulas, sino que se golpean fuertemente con una piedra, con el animal recostado y amarrado y con los testículos colocados sobre otra piedra como base; no se extraen, pero quedan dañados y provocan los mismos resultados. Mucho menos conocido es el caso de los pollos, que también se pueden castrar (o capar, como dicen los campesinos); como en las aves esos órganos son internos, se les hace una incisión y se jalan para cortarlos. De hecho, en muchos recetarios del siglo XIX hay guisados con “pollos capones”. En el rastro de Ferrería, hace muchos años, estuve en un banquete privado donde sirvieron, entre otras delicias, “huevos de pollo” en salsa verde; del tamaño de un chícharo, eran algo parecidos en textura y sabor a las criadillas de toro. Debieron castrar a unos doscientos pollos a fin de preparar el guisado para diez personas. Por cierto que los machitos de borrego nada tienen que ver con los genitales, pues son el intestino delgado trenzado; quizás el nombre surgió por la forma alargada de esa trenza.

Pero volvamos a los canes. Bien se sabe que los perros fueron alimento apreciado en el México prehispánico y todavía durante el virreinato; también se les castraba y cabe recordar lo que vio fray Diego Durán en el siglo XVI, en la feria canina de Acolman, hoy Estado de México: “Donde fui un día de tianguis, por sólo ser testigo de vista y satisfacerme, y hallé más de cuatrocientos perros, chicos y grandes, liados en cargas”.

En la misma isla de Java estuve en la ciudad de Bandung, donde hice las visitas que para mí son invariables: edificios históricos, museos, mercados y el zoológico. Allí conocí al vampiro más grande del mundo, o sea el mayor murciélago hematófago que a mí me ha tocado ver: tendría unos sesenta centímetros de alto (que deben medirse de arriba hacia abajo, pues estaba colgado del techo de la jaula, agarrado con sus pies, como debe de ser). Era un animal muy serio y posesionado de su mítico papel. Quizás influía la apariencia de sus alas plegadas, que lo hacían verse como vestido de frac. Aquí en Cuernavaca, en su casa de Rancho Cortés, una amiga revisa todas las noches, antes de dormirse, su recámara, pues alguna vez descubrió un murciélago escondido tras la lámpara del techo.

Por cierto que de Indonesia volé a Nueva Delhi y allí cené una noche con nuestro embajador Octavio Paz (amigo de mi padre) y con el entonces joven poeta y cuentista Heraclio Zepeda, quien también estaba de paso por la India. Salió a la conversación el tema misterioso (en aquellos años) del escritor B. Traven, de quien incluso se llegó a decir que no existía y que su traductora, la hermana del presidente López Mateos, era en realidad la autora de las novelas. Yo comenté que conocía a Traven y que había cruzado varias veces algunas palabras con él. Nuestro futuro Premio Nobel y Heraclio me vieron de reojo, con un total desinterés, pensando que el cuentista era yo, y ni siquiera se tomaron la molestia de preguntarme dónde, cuándo o cómo. Por supuesto que no insistí, allá ellos… Lo cierto es que el escultor Federico Canessi era muy amigo de Traven y le estaba haciendo un busto en su taller de la colonia Portales, los mismos días en que su hijastro y colega Toño Castellanos (hijo póstumo de Julio, el pintor) y muy amigo mío, me estaba haciendo otro retrato a mí, bronce que hasta la fecha conservo aquí en Ahuatepec. Nuestros poetas se perdieron la primicia por incrédulos, pues todavía pasarían varios años antes de que se develara la identidad de Traven.