PESCANDO… HASTA CATARROS (primera parte)
No puedo decir que traemos lo pescadores en la sangre, pues mi padre jamás tuvo una caña en las manos y mi mamá menos. Bueno, ni un hilito de nylon con anzuelo.
Yo, por mi parte, empecé a pescar en Ixcatlán, Oaxaca, a los 13 años, cuando pasé allí unas vacaciones largas con Carmelita y Jaime Rodríguez, quien cumplía en ese pueblo con su servicio social de médico. Primero se pescaba la carnada, que era una especie de charal llamado allá pepesca. Luego, con el pepesca ensartado vivo en el anzuelo, se intentaban proezas mayores en el río Tonto, formador del Papaloapan. Al pequeño pececito se le atrapaba con un curioso invento: a una botella de vino, de esas que tienen el fondo levantado como cono invertido, se le taladraba un agujero en el vidrio, precisamente en la punta de ese cono; se le metían bolitas de migajón y se tapaba la botella con un corcho; amarrada del cuello, se metía al agua, en la orilla del río, toda la noche y normalmente amanecía con varios pepescas nadando adentro, sin poder salir ante la dificultad del cono. Es el mismo principio de esa arte de pesca llamada nasa, hecha de varas o bejucos, aunque por lo general mucho mayor que la botella; por ellas nuestro río entre Coahuila y Durango se llama Nazas (sic por la ese y la zeta). Pesqué muchos pepesca, aunque nunca logré el paso siguiente: que me sirvieran para pescar algo mayor.
Ya adolescente, aprendí a echar la atarraya (esa red redonda con un cable amarrado al centro y plomos alrededor, que se lanza y se recoge alternadamente); de hecho, me compré una de hilo de algodón tejida en El Mogote, pequeña lagunita entre Tonatico y Cacahuamilpa. Mucho la usé en mis viajes de camping. En uno de ellos, con Silvia y los hijos, acampamos junto a la presa de El Caracol, en el río Balsas, muy cerca del puente donde cruza la vieja carretera a Acapulco. Íbamos en lancha, ya de noche, y anclé para lanzar la atarraya; llevábamos una linterna de gasolina que atraía a las mojarras, de manera que hicimos una buena pesca; llené una cubeta grande con cerca de 15 peces, de buen tamaño, que mantuve vivos con agua del propio río. Como ya habíamos cenado, dejé la cubeta junto a la camper para prepararlos y comerlos al día siguiente. Cuando amaneció, la cubeta estaba volteada y vacía: los puercos de la ranchería donde estábamos se habían comido vivas a las mojarras; sólo encontramos restos de su festín, trozos masticados sanguinolentos. Fue impresionante.
Antes de que existiera el imponente desarrollo turístico de las bahías de Huatulco, solíamos acampar en la pequeña bahía de Tangolunda (donde hoy están los más famosos hoteles; entonces no había ni una casa de huéspedes). Llegamos a estar dos semanas acampados en esa playa. Cuando al amanecer llegaban dos lanchas desde altamar jalando los extremos de una larga red que habían dejado mar adentro toda la noche, Eugenio y yo ayudábamos a sacarla a la playa (es un trabajo esforzado que lleva cerca de una hora, pues se trata de un chinchorro de varios cientos de metros de largo, a veces –si hubo suerte- cargado de peces). Son decenas de pescadores los que jalan la red y alguno que otro voluntario como nosotros. Como sí le echábamos ganas, siempre nos regalaban algún buen pescado, suficiente para desayunar.
Allí en la primitiva Tangolunda, cierta ocasión estuve esnorqueleando arpón en mano y de pronto vi una mantarraya posada sobre el fondo marino, a unos tres metros de profundidad. Bajé cerca de dos metros y la atrapé con un tiro certero; medía casi medio metro de punta a punta de los extremos laterales. Por supuesto que todo lo que pescaba nos lo comíamos (así como en algún otro lugar aseguro, sin mentir, que todo lo que cacé en mi vida me lo comí también). Cuando salí a la playa, tuve una desagradable sorpresa. Unos pescadores, muy serios, se me acercaron y me recriminaron con energía: “¡No se pesca al pez diablo!”. Argumenté que la mantarraya se comía en muchos lugares del mundo y que yo la había probado en España. No importó. Aunque ya me conocían y había cierta amistad por nuestras largas estancias allí, me ordenaron: “¡Devuélvela al mar y nunca mates otra!”. Por supuesto que obedecí, aunque he comido numerosas veces ese delicioso pescado, obviamente en otros lugares.
Años después, en medio de los hoteles de cinco estrellas de aquella Tangolunda que conocí virgen, en la playa nos ofrecieron ostiones y almejas, en su concha. Pedimos una orden de cada uno y entonces el joven moreno –que pensamos sería mesero-, se metió al mar con su visor y una barreta (ésta para despegar los ostiones de las rocas), se alejó algunas decenas de metros aguas adentro y minutos después volvió con la comanda lista. En platos desechables, con limones partidos, sirvió los moluscos más frescos que pueden comerse.
Ese día me acordé de que en mi adolescencia, cuando acampábamos cerca de Puerto Ángel en la playa de Zipolite (nudista para muchas turistas extranjeras, para suerte de nosotros los mexicanos), asimismo nos ofrecieron almejas. Cuando pedí una docena, me dijo quien las ofrecía: “Le voy a traer dos almejas y si se las acaba le traigo más”. Tomó su visor y fue a sacarlas en el momento. ¡Eran gigantes! No hizo falta ni una más. Con dos almejas cortadas en pedazos, se hacía una orden bien servida. (Por cierto que en Puerto Vallarta también había almeja gigante y la vendían en carritos de cocteles que deambulaban por las calles del pueblo).