loader image

 

TODAVÍA DESDE EL MÁS ACÁ

 

La mayoría de las confesiones gastronómicas que he venido publicando en La Jornada de Morelos son adaptaciones de textos que vieron la luz en 2011 en un libro que editó Conaculta (hoy Secretaría de Cultura federal). A partir del próximo artículo de mi columna “Confieso que he comido”, se tratará de textos inéditos que, al acumularse, esperarán la oportunidad de constituir un segundo tomo de mis memorias de tragón (tragaldabas, me decía mi mamá). Permítanme reproducir en seguida el prólogo de aquel libro que salió de las prensas hace ya trece años.

Escribir las memorias de la vida propia con la intención de publicarlas es una presuntuosa vanidad, pues implica la ilusa creencia de que se trata de asuntos de interés general. Las de Pablo Neruda (Confieso que he vivido) o las de Eisenstein (Memorias inmorales) o las de Simone de Beauvoir (La plenitud de la vida) o las de Fernando Savater (Mira por dónde) o las de Luis Buñuel (Mi último suspiro) o las de Nicolás Guillén (Páginas vueltas), por supuesto que sí nos interesan a la mayoría de quienes acostumbramos leer. Pero fuera de ejemplos notables como esos, pocas veces es atractivo conocer los pormenores de una vida real ajena.

Por otra parte, escribir memorias implica tener un gran tino cronológico: no dejarlas sobre el papel con demasiada anticipación a la muerte, pues resultarían ser una reseña incompleta, en la cual podrían quedar fuera sucesos quizá más interesantes que los descritos. Más grave aún –para el escritor potencial- sería que la muerte se le anticipara a la realización de sus memorias, pues ya nunca verían la luz. Del plato a la boca se cae la sopa, aunque llega a pasar que la familia o los amigos publican las memorias póstumas del desaparecido, corroborando que las más de las veces, no las come quien las cuece.

La decisión –o indecisión- acerca de escribir unas memorias siempre es un arma de dos filos, por lo cual no sabe uno para dónde hacerse: El que se duerme no cena y el que cena se desvela.

Por todo ello, estas páginas no pretenden ser unas “memorias”; carecerían de interés para los lectores (lo cual es posible que de cualquier manera suceda). Estos textos autobiográficos tienen, en cambio, una característica singular: el hilo conductor que les da coherencia –si es que la tienen- son los asuntos alimenticios o gastronómicos y por ello bien pueden titularse Confieso que he comido (plagiando flagrantemente el título nerudiano, cosa que, por lo demás, no soy el primero que lo hace sin vergüenza). No he tenido mérito en vivir todo lo que he vivido en materia culinaria; la suerte en este sentido me ha favorecido siempre. Mucho aceite en la sartén y cualquiera fríe bien. Lo único que sí puedo afirmar es que aquí no aparecen ficciones, sino vivencias. Para mentir y comer pescado, se necesita mucho cuidado.

No fue fácil iniciar esta tarea, pero ya que a comer y a rascar, el trabajo es empezar, me puse a darle, sabiendo que es mole de olla. Traté de que en estos escritos destacara un sentido ecológico, ocultando mi ya desaparecida condición de cazador, pero como al mejor cocinero se le va un tomate entero, de repente se le ven las orejas al burro y pareciera éste mi lema: Todo lo que corre o vuela, a la cazuela. También procuré que mi afición por la cocina no pusiera en entredicho mi prestigio, para desmentir a los ignorantes que repiten aquello de bueno pa’l metate, malo pa’l petate. Algunos modestos logros académicos en materia gastronómica que vienen al caso, los relato, y a otros no los aludo, pues con mucha razón me dirían quienes me conocen desde tiempo atrás: ¡Ay cocol, ya no te acuerdas de cuando eras chimisclán! A muchos amigos los menciono por su nombre, para no olvidar que al que te dio el capón, no le niegues el alón (aunque de seguro varios preferirían que los hubiera omitido). Si bien no se puede negar la verdad fisiológica de barriga llena, corazón contento, este libro trata de sostener, aunque no parezca, que no solo de pan vive el hombre. Como quiera que sea, conejo, perdiz o pato, que venga al plato.

Como este arroz ya se coció, podría decirle al lector: aquí está la sopa, que espere la copa. Pero esa sería hipocresía; prefiero dar color y confesar mis inclinaciones (paremiológicas):

Para todo mal, mezcal,

para todo bien, también.

Para la tristeza: cerveza,

para el cruel destino: vino,

para el fracaso: de ron un vaso.

Contra las muchas penas,

las copas llenas;

contra las penas pocas,

llenas las copas.

Por fortuna para los lectores, este libro es como las lentejas, si no las quieres las dejas. Así nadie les dirá que hasta lo que no comen les hace daño, pues solo la cuchara sabe lo que tiene adentro la olla. Pero me consuela esperar que haya algunos incautos que agoten esta lectura: Que son buenas las recetas, tu dirás según le metas.

En fin, ya me amenazarán por esta osadía editorial: El que tenga su maíz, que se trague su pinole. Y agregarán: Que con su pan se lo coma. Tienen razón. Si eso dice mamón tierno, qué dirá bolillo duro.

* * *

Cerrada esta primera etapa en la cual he abusado del refrito (con justificada razón, tratándose de comida), inicio una nueva donde los lectores tendrán el (muy dudoso) privilegio de ir conociendo escritos nunca leídos (y así seguirán, dirán muchos).