BANQUETE DE AMISTADES
(primera parte)
Desempolvé este texto inédito de hace doce años y lo releo con nostalgia por los amigos desaparecidos. Todos ellos y los muchos a los que aún disfrutamos son un banquete de amistad. Demos vuelo a la añoranza y celebremos la vida y a los amigos vivos:
Vivir en Cuernavaca desde hace casi seis años ha traído consigo muchas satisfacciones adicionales a la residencia en tan bella ciudad y entorno ambiental. Quizá algo tiene que ver con que nunca pensé en “retirarme”, sino seguir en plena actividad. De hecho, de manera expresa me propuse no convertirme en un turista de 24 horas diarias 365 días al año (como tantos defeños y extranjeros que se mudan acá), sino integrarme plenamente a la vida cultural local; sí, transfigurarme en un morelense adoptivo. Felizmente lo he logrado, de la mano con Silvia.
Tenemos cercanos amigos “guayabos” (que es el gentilicio coloquial de los cuernavaquenses, o cuernavacenses -para no discutir-) de pura cepa, como Lya Gutiérrez Quintanilla, ejemplo de finura, autora de varios libros importantes y presidenta del Seminario de Cultura Mexicana en el estado (al que pertenezco); Víctor Manuel Cinta (†), cronista de la ciudad y presidente de la Academia de Identidad Morelense (a la que también pertenezco), en cuya casa hemos comido las mejores tortas de bacalao, romeritos y pavo de mi vida; Beto Abe y su esposa Ceci Camil, culta y distinguida coahuilense ya morelense, activísima promotora cultural a quien le debe mucho el arte en Cuernavaca; Pancho Rubí, notario público y jinete consumado con quien hago larguísimas cabalgatas y de quien no deja de sorprenderme cada vez más su vasta cultura; Rodolfo Becerril (†), político de altos vuelos (no obstante, asimismo muy culto) y Lala su esposa, notable arquitecta jarocha que ya dejó huella con medio siglo en Morelos; el escultor Víctor Manuel Contreras (†), hombre de mundo cuya desenfrenada simpatía y filoso humor solo son superados por sus alcances artísticos (de él es el ícono de Cuernavaca: La Paloma de la Paz, y tiene una veintena de esculturas en plazas públicas de Europa y Estados Unidos); don Jorge Cázares (†), muralista que en plena vida y actividad pasó ya a la historia de la cultura en México. Y de seguro olvido a varios amigos más, lo lamento. Uno que jamás olvidaré, aunque ya falleció, muy prematuramente, es Efraín Pacheco (†), periodista cultural que me honró muchas veces, unas ocho o nueve, invitándome a su programa de televisión para profundizar en algún tema. (Nos teníamos mucha confianza y afecto, y así, cuando algún invitado le fallaba, me hablaba de última hora para ver si me animaba a participar de emergente; como no soy remilgoso ni acomplejado, cuando podía aceptaba, y lo mismo me tocó hablar, entre otros, de Simone de Beauvoir que del Che Guevara -sobre ambos tengo algo publicado-).
Muchos inmigrantes provenientes sobre todo de la Ciudad de México ya somos de Morelos, y entre ellos asimismo tenemos amigos queridísimos. A Martha Ketchum (†), directora del Instituto de Cultura del estado, siempre le agradeceré su generosa amistad y haber colaborado con ella en la Comisión para los Centenarios (eran una delicia nuestras juntas de trabajo en el Jardín Borda, aligeradas con un excelente mezcal de Totolapan, y de botana yo llevaba una bolsa de riquísimas pepitas de chilacayote; todo ello aumentaba nuestra productividad, no se piense que fuera en su demérito). Frecuentamos a mi amiga de toda la vida, la consagrada Pilar Pellicer (†), y a su esposo Javier Gallástegui (†), ahora también gran amigo; a María Gabriela Dumay, Magadú, periodista cultural, cálida y cariñosa, originaria de Chile; a Grace Salas, presidenta de la Sociedad de Escritores de Morelos (donde asimismo soy miembro) y Ares, un griego clásico, neoyorkino, quienes hacen deliciosa pareja; a mi cercana Elena de Hoyos, colega campista y directora de una revista de reivindicación femenina; a Kenia Cano, poeta y pintora de primera, y su esposo Fer; a Bridget Estavillo, británica mexicanizada que encabeza la librería y centro cultural “La Sombra del Sabino”, en Tepoztlán (donde se degustan finísimos platillos ligeros) y el caballeroso Alberto; al dramaturgo y novelista Raúl Moncada (†) y su esposa Irma, pianista, cabezas de una notable familia de artistas que van del clavecín al ballet clásico (la pulpa de jaiba a la tampiqueña que hace Irma es la mejor que he probado); a la asimismo pianista Silvia Navarrete, de fama internacional, y el apreciado Enrique Tron; a Laura Fernández Mac Gregor (†), poeta con inquietantes poemas eróticos (quien me ha distinguido al invitarme a presentar sus libros en Madrid y Barcelona). También es parte de nuestra alegría en Cuernavaca poder frecuentar a Elia y Rodolfo Stavenhagen (†), científico social de fama mundial que no requiere presentación; al connotado escritor Fernando Díez de Urdanivia (†), con su agudo buen humor que cala hondo, y a Carmen, su esposa; a Fernando Hidalgo, incansable y generoso promotor cultural, y de pilón artista plástico y buen cocinero; a Toni (†) y Guillermo Knochenhauer, que cada semana leemos en la prensa nacional; al escultor Toño Castellanos, amigo de la adolescencia, y Lavignia Usigli; al filósofo Luis Tamayo, cuyo trato es un placer, y Verónica, su esposa; a Alfredo Gutiérrez Kirschner, amigo de décadas, que no para de organizar con Lulú eventos de gran interés; a Eduardo Hernández, El Tigre, con su notable “El Manojo”, refugio musical, teatral y gastronómico para conocedores sin ínfulas.
Sí, ¡qué nómina!, un verdadero banquete de amistades.