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ARENQUES PODRIDOS

 

En una de las muchas reuniones gastronómicas que hemos disfrutado en casa de la historiadora del arte y crítica María Helena González, muy querida amiga, conocimos a Susana y Kim Ekemar, ella mexicana y él sueco. María Helena y Susana son muy cercanas, como hermanas, y uno de los muchos lazos que las unen es su afición a la cocina. Ambas son excelentes cocineras.

Poco después, los Ekerman nos invitaron a su casa de Tepoztlán, donde viven, y es una de las más bellas y espectaculares que conozco allí (que es mucho decir), con el jardín junto a los acantilados. La casa está hecha de madera traída de Suecia y su estilo, con techos a dos aguas, recuerda la tierra de Kim. Tienen huerta con variados frutales, hortaliza que los abastece, gallinas para la postura de huevos y otros animales de corral.

Afectuosos, sencillos y grandes anfitriones, los Ekemar nos recibieron con una entrada que ya me habían prometido, sabiendo de qué pata cojeo. La mamá de Kim, la encantadora doña Ulla, llegó de Estocolmo con un encargo de su hijo: dos latas de arenque fermentado, que en Suecia es una delicia de temporada y está reservada solo para paladares privilegiados (y acostumbrados; como beber pulque blanco muy espeso en Apan o pozol sin azúcar en Tabasco o jumiles vivos en Taxco o hueva de erizo en Japón o hígado de res crudo en Tailandia).

Habiendo servido primero un rico y fuerte aguardiente de papa (de Escandinavia, no de Roma), Kim sacó las latas de arenques. Se trata de pescados a los que dejan desarrollar un proceso de fermentación (especie de putrefacción) y luego los enlatan; las latas estaban infladas, parecían a punto de reventar, como esas que encuentra uno perdidas en la alacena y las tira derechito a la basura, sin mayor averiguación. Kim sacó el abrelatas y comenzó a abrir una: a la primera perforación del metal se escuchó un silbido, primero, y un gorgojeo, después, del gas que encontraba salida; ya sin tapa, un fuerte olor inundó el ambiente de la espléndida terraza al aire libre (y quizá de todo el valle de Atongo), desde donde contemplábamos levantando la vista el altísimo acantilado. Entonces, a cada uno de los comensales se nos sirvió un plato con dos o tres arenques, papitas cocidas y peladas y cebolla picada, y a un lado una como tostada que era un pan sueco ad hoc. Doña Ulla nos mostró cómo se quitan al arenque la columna vertebral y las vísceras (no las retiran desde la empacadora porque ayudan a la “fermentación”). Luego, sobre un pedazo de tostada se coloca un trocito de arenque y cebolla, para conformar un bocado. Extraordinario sabor (o sea: fuera de lo ordinario). Doña Ulla y Kim se sirvieron a gusto, María Helena y Silvia lo probaron con educada moderación y Susana ni lo comió (aunque ella ya lo conoce bien, pues lleva casada con Kim más de treinta años). Mi amigo el pintor Leonel Maciel, que también era invitado (y quien asimismo nos ha ofrecido suculentos banquetes en su casa de Cuernavaca, irrigados generosamente con mezcal de Guerrero, que es su tierra) y yo, cumplimos cabalmente. Nadie podría decir que nos habíamos esforzado al disfrutar como suecos de nacimiento tan insólita entrada. Inolvidable botana peliculesca.

Esos arenques traen de manera inevitable a la memoria los huevos chinos que llaman “huevos de mil años”. Son huevos de gallina cocidos, de color negro, de fuerte sabor y olor. Solo que no los cuecen hervidos en agua, sino cocidos con el calor de su propia putrefacción, proceso natural que es exotérmico. Para tal efecto, los entierran durante algunos meses (no mil años) y eso es todo. Les quitan el cascarón y listo. El nixtamal se hace de cierta manera parecido, pues el agua con la cal también genera una reacción exotérmica que cuece el hollejo del maíz.

Después de los desconcertantes arenques pasamos al comedor: ¡qué banquete! Salmón crudo marinado en una salsa medio dulce, riquísima; una ensalada de camarón irrepetible (la receta, porque ensalada yo repetí varias veces); una especie de pastel de papas caliente, sensacional, y unas hojas de col rellenas de carne molida, horneadas, que eran el clímax. De inmediato observé que me parecían de origen libanés o en todo caso del Cercano Oriente… y sí, resulta que esa receta la llevó de Turquía el rey sueco Carlos XII, a principios del siglo XVIII. Quesos, y un generoso plato de berrys surtidas con crema, de postre. Muy buen vino.

(El pastel de papas caliente me recordó a uno que hacía mi mamá, ¡genial! En un refractario se ponen trozos pequeños de papas crudas revueltos con jamón en trocitos y hojas de perejil picadas, todo bien salpimentado, y se agregan huevos con su yema batidos, suficientes para que no queden huecos en la preparación. Se espolvorea pan molido por encima y se hornea. Cuando lo había en la casa, yo no comía nada más que pastel de papa).

La tournée a la residencia de los Ekemar fue el pilón de la memorable comida. Kim es un gran pintor y su propia obra destaca en la casa: varios de sus cuadros yo los colgaría, feliz, en la nuestra. También fue el arquitecto de la suya, y vaya que se lució. La cocina diseñada por él, de 80 metros cuadrados, tiene todo lo imaginable, incluso un rincón de biblioteca gastronómica con su escritorio, y sirve para que Susana haga maravillas. Nos consta.

José Iturriaga de la Fuente