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RECUERDOS CON ANA PAULA

(primera parte)

 

Ya tiene varios años celebrándose el Festival Cultural del Papaloapan, que en 2013 se llevó a cabo en Tuxtepec, Oaxaca, parajes del dictador Porfirio Díaz (tan inteligente y visionario como despiadado, procurador del desarrollo económico aunque fuera solo a favor de las empresas extranjeras y de las élites nacionales). Participé en el Festival con mi consabida charla sobre la cocina mexicana como patrimonio cultural de la humanidad; no me canso de darla porque su contenido me parece muy importante y no se cansan de invitarme, en México y en otros países, porque el tema es muy interesante. Y regresar a Tuxtepec después de varios años de ausencia era muy atractivo, si bien doloroso por los recuerdos de Ana Paula, con quien fui allí alguna vez.

En ese lugar había promovido, tiempo atrás, la publicación de un recetario del plátano macho que luego fue rebasado por otra edición mucho más completa, ¡todo un libro de recetas –dulces, saladas y líquidas- a base de ese fruto! Ahora fui una mañana al mercado, al lado de aquel hermoso río tropical, y compré una bolsa con un par de kilos de pequeños camarones cocidos con sal, muy rojos y deliciosos para botanear, que provienen del agua dulce fluvial y por tanto vienen a ser en realidad una especie de minúsculos langostinos que recuerdan a los acociles de las zonas lacustres del centro del país. En esta misma ocasión, caminando por el largo malecón ribereño, fui dando buena cuenta de una parte de ellos, luego los congelé en el hotel y en Cuernavaca sufrieron otro bajón, acompañando unos mezcales morelenses de Palpan; el resto me sirvieron en Acapulco para inventar un bisqué a partir de tradicionales lineamientos franceses que optimizan los jugos y fragancias del crustáceo. A mí me encantó; a Silvia, como conocía la larga trayectoria geográfica y temporal de mi bolsa tuxtepecana, le entusiasmó menos; y a Edith, su hermana, parece que asimismo le gustó, aunque es tan educada que no sé si las fiestas se las hizo solo por ese motivo.

En otro lugar de Tuxtepec, afuera del mercado, localicé unos extraordinarios tamales de casi un kilo cada uno, pero lo notable era no solo el tamaño, sino su exquisita confección. Envueltos en hoja de plátano, los había de elote y de maíz; ya se sabe: la masa de elote dulcecita, tierna y suave, y la de maíz con más cuerpo, sin ningún dulzor. Pero en ambos casos con salsa roja de chiles secos y, a escoger, de puerco o de pollo. (Me recordaron a otros que elaboran en Jalapa, en una tamalería de la calle Úrsulo Galván, igualmente ricos, pero de tamaño normal). Me comí uno de elote con puerco y compré otros cinco para llevar, lo que constituía un buen bulto. Ya iba haciendo mi itacate… (En mis viajes, y en general, los únicos shopings que me gustan son los de libros y los de comida. El de ropa me aburre enormemente. “Se nota a leguas”, me dirían muchos. De hecho, es Silvia quien me va subsanando los frecuentes baches de mi ajuar).

En aquellos rumbos del alto Papaloapan acostumbran a preparar asimismo unos parientes de los tamales o mixiotes que son los piltes y los tapistes, especie de empapelados para cocer alimentos, pero envueltos en hoja de plátano. Suelen cocerse a las brasas, directo sobre cenizas o ascuas. Hay el tapiste de pollo y los piltes pueden ser de pescado, de plátano verde, de ejote nochebuena (uno rojizo) o de ejote tripa de pollo (llamado así por ser de casi un metro de largo).

En los pueblos ribereños del Papaloapan solían comerse diversas especies de tortugas. En Tlacotalpan, de jovencito, yo no perdonaba, en un restorán junto al río, que aún subsiste, una tortuguita en caldo. La servían con la carne todavía adherida al caparazón, pero sin la concha de la panza, de manera que uno iba comiéndose las cuatro patitas, las vísceras y todo lo demás, con un caldo exquisito aromatizado con yerba santa.

Hace pocos lustros fui a “Los Ideales”, una fonda caminera que se encontraba sobre la nueva carretera que va de Tuxtepec a Huautla de Jiménez, en el corazón de la sierra mazateca. Se hallaba muy cerca de la presa Temascal. Vendían iguana, tepezcuintle, venado, armadillo y por supuesto tortuga de agua dulce. Iba con Ana Paula y, compañeros de aficiones como éramos, antes del banquete nos metimos textualmente hasta la cocina, para husmear. Ya bien comidos, seguimos hasta Huautla y, mientras yo tenía una reunión de trabajo con el presidente municipal, Anita se fue a caminar por el famoso pueblo. Poco después me interrumpió discretamente un empleado para decirme que la había mordido un perro. No pasó a mayores, pero sí la tuvimos que vacunar contra la rabia. ¡Solo a ti te pasan estas cosas!, la regañaba yo en broma. La quería mucho. Cuando era niña era preciosa y ya de mujer siguió siendo muy atractiva, y su belleza no era sólo exterior, sino asimismo interior. Era buena y sencilla, con intensa vida espiritual. Debo decir que también era terca como mula y le encantaba llevar la contra. Pero así me gustaba. En aquel lejano viaje a Tuxtepec, Anita tendría unos 23 años. Un día dejó abierta la ventana de su habitación del hotel y, cuando después de una jornada de trabajo de campo en pueblos indígenas regresamos en la noche, de inmediato me llamó a la mía para pedirme ayuda: me pasé casi una hora matando a almohadazos a varios cientos de moscos –chaquistes y zancudos- que habían invadido su cuarto.

José Iturriaga de la Fuente