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BANQUETE DEL CENTENARIO

(Segunda parte)

 

Después de dos crípticas sopas (Consommé froid au fumet de celeri y Consommé de volaille chaud) servidas en el banquete del 8 de septiembre de 1910, continuó, según anuncio de nuestro diligente camarero mulato con impecable filipina blanca, un platillo llamado Oeufs pochés á la Neva, que solo Dios sabe cómo se pronunciará eso. Me recordó a los huevos ahogados que hacía mi tía Eduviges, que tanto me gustaban, sólo que, en lugar de ese caldillo de jitomate con rajas de chiles cuaresmeños, picosito y muy sabroso, estos huevos a la no sé qué tenían una salsa blanca y cremosa, pero igual que los de mi tía, la clara estaba bien cocida y la yema líquida, para romperla en el plato e irla combinando con los demás sabores. Por pura curiosidad, cuando regresé a la casa, busqué en el diccionario y me enteré de que Neva es un río de Rusia…, así que esa debe de ser la filiación de estos blanquillos o de su creador.

Después, fue espectacular el platón que nos mostró el mesero, con una acamaya gigante (para los que no sepan, como chacales de Colima, pero a lo bestia), al momento que anunciaba, pomposo: Medaillons de langouste en Bellevue. Aquí si no pude evitar, de nueva cuenta, la frase inquisidora (en voz bajita):

– ¿Y ahora, qué es? -Con menos recato que antes y algo igualado (de seguro observó que en mi mesa yo era el que menos diferencias raciales tenía con él), el mesero me contestó en pocas palabras (y medio en verso):

-Langosta Bellavista, jefe.

Pues sí se veía bien, decorada cada rueda blanca con trocitos de pimientos verdes y rojos, como formando flores, y todo sobre la concha entera del animal y éste sobre una cama anaranjada que sabía a zanahoria y cebolla con muchas especias… pero, la verdad, yo me la hubiera preparado como las piguas de Zacatlán, al mojo de ajo, con pedacitos de chile de árbol seco y haciéndome unos tacos con tortillas recién echaditas. Ni hablar, ya será otra vez.

Para acompañarla sirvieron un vinito blanco dulzón, pero sabroso, en otras copas un poco más grandes, pero yo me lo hubiera bebido al hilo, como horchata, pues casi no pegaba. En el menú me enteré de que era Rudesheimer, y de seguro del país de mi vecino, el del idioma raro, pues lo comentaba con entusiasmo a su interlocutor de la misma lengua.

Como de la langosta nos tocó de a poquito, luego trajeron un platón con gruesas rebanadas de jamón que tenían en sus bordes una como costrita de caramelo, quesque Jambon glacé au Jerez. ¿Qué será que el puerco siempre debe llevar algo dulce?, porque mi compadre Meliton, que es de Sahuayo, Michoacán, cuando hace sus famosas carnitas, siempre les pone en la manteca hirviendo una taza de azúcar y una naranja dulce partida, que pa’ que doren.

Para entonces empezó a circular un vino de color rojo cuya etiqueta decía Marqués de Riscal y, ahora ya, las copas eran más decentes, de buen tamaño.

Luego sí que me descontroló el mesero, cuando presentó las aiguillettes de dinde en chaud froid y me las tradujo abiertamente, con desparpajo (ya sin necesidad de pedírselo, como dando por sentado que para mí el francés era como el chino); me dijo que eran “tiras de guajolote en caliente y frío”. ¡Qué contrastes!, ya no saben qué inventar. ¡Y qué desperdicio! En lugar de haber guisado un buen mole… Total, si de festejos se trata, ¿qué más festivo que un mole? Además, si el congreso era de americanistas, bien debían saber que el único ingrediente americano de todo el lunch que estábamos comiendo era justamente el totol. ¡Qué mejor hubiera sido prepararlo como lo hacen en el jardín de San Francisco, en Puebla!

Para completar pasaron una charola con sángüiches, ¿pues no que muy franceses? Para mí que el chef es más bien gringo. El menú decía: Sandwichs assortis de langue, filet, jambon, volaille, foie gras. Unos eran de lengüita, a la que le faltaban sus chipotles; otros de filete, más bien insípidos; otros más de jamón, y de pollo, y también unos de paté suavecito, que estaba muy bueno. Por cierto que estos últimos, como que volaron, pues quién sabe por qué, pero todos los de la mesa se fueron disimuladamente sobre ellos.

Ya en plan de sángüiches, yo hubiera preferido unas tortas ahogadas de Guadalajara o unas cemitas poblanas de pata de res con pápalo quelite o unos pambazos con longaniza y papa o unas tortas de carnitas en pan de agua como las de Guanajuato, pero ni hablar, a caballo dado no se le ve el diente…

Yo ya me empezaba a sentir satisfecho, pero que llega otra vez nuestro mesero y suelta este anuncio:

Salade Francillon.

No necesité mucha imaginación para suponer que se trataba de una ensalada, pero ¿al final de la comida? Y ya que llegó, no tenía cara de ensalada, sino que más bien era otro platillo, con unas como almejas alargadas y muy amarillas que luego supe que se llaman mejillones, muchas papas, apio, cebolla y especias.

Finalmente nos dieron helados de sabores y un pastel llamado Gateaux Pithiviers –informó el costeño-; con una pasta esponjada y algo rojiza, estaba relleno de otra pasta de almendras, muy rica, pero que me hizo añorar con nostalgia los deliciosos condumbios, los cariñositos, los cubiletes, las cafiroletas y los mazapanes que hacía mi madrina Panchita, conocida en el convento carmelita donde había profesado ya de grande, en Puebla, como sor Francisca de la Encarnación. Que en paz descanse.

Para el postre sirvieron un vinito espumoso. Yo pensé que era sidra de Huejotzingo, pero el menú indicaba que se trataba de Champagne G. H. Mumm. Le faltaba lo dulcecito. Lástima.

José Iturriaga de la Fuente