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A TABASCO VEN, VEN, VEN (Y AL SURESTE TAMBIÉN)

 

En un viaje de trabajo a Villahermosa, un día nos escapamos a comer unos deliciosos cocteles de mariscos en un tradicional y céntrico lugar, “El Ave Fénix”, con la mala noticia de que el ostión estaba en veda y entonces olvidé mi reglamentaria campechana y me comí un delicioso coctel de camarón.

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Otro día comimos en “El Puchero”, restorán de cocina local tradicional muy bien puesto y con un bufet muy variado y sabroso. Probé casi de todo: una pancita en verde, unos frijoles con puerco primos de la feijoada brasileña (que los tienen desde Tabasco y el Caribe hasta Centroamérica y Brasil), tamalitos de varios sabores, tostones fritos de plátano macho verde y otra botana parecida de mandioca, amén por supuesto de los clásicos totopos de maíz, taquitos de cochinita pibil (de obvia filiación yucateca, mas ya adoptados en muchos otros lugares), puchero de res con yuca, aguas de pitahaya y otras frutas. También había una gran variedad de dulces locales, predominando frutas en conserva artesanales.

Nuestro verdadero descubrimiento en Villahermosa fue extraordinario: “La Cevichería Tabasco”. Dejemos de lado la ortografía (pues la palabra cebiche proviene del cebo o carnada que les sobraba a los pescadores y se lo comían marinado en limón) y vayamos a lo importante: las delicias de ese lugar. Primer dato de la mayor relevancia para mí: no se trata de un sitio pretencioso, sino casero, sencillo, acogedor, donde el acento está en la comida, no en las apariencias. Reflejo de su propia personalidad imaginativa, lo creó la joven chef Lupita Vidal y está localizado en la calle Chicoché, en la colonia Gaviotas.

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Lupita nos sirvió un virtual menú de degustación, lo cual fue un privilegio pues no lo tiene previsto en la carta, pero se esmeró por consentirnos. Abrimos boca con un caldito de camarón y seguimos con varios cebiches: de pulpo con piña y pico de gallo, de atún con cerveza y el de la casa, con elote, hierbas locales, plátano macho y jengibre. Continuamos con unos tacos de carnitas de atún (¡sensacionales!) y de yuca al mojo de ajo. Agregamos una tostada de pejelagarto a la tártara, dejando para otra ocasión las de camarón, de pescado y de marlin. Creíamos que el final del notable banquete era un pulpo asado exquisito (raro espécimen, pues voló), pero no era así: el papá de Lupita, que es propietario de una taquería, nos sirvió una chanfaina de vísceras surtidas, una moronga guisada y unas carnitas con chaya para chuparse los dedos, todo guisado por él. El que se dio vuelo y acabó con la chanfaina y la moronga fui yo. Eso sí, todo con sus indispensables cervezas heladas y unas deliciosas aguas de chaya con maracuyá y de té limón frío con jengibre.

No nos perdimos la visita a la hacienda cacaotera La Luz, productora de los chocolates Woltter, en Comalcalco. Su propietaria, Ana Parizot, nos dio una visita guiada por los plantíos de cacao y una cata muy completa de chocolates con diversos porcentajes de cacao, oscuros, claros y blanco, además de confituras de chocolate. Los oscuros iban del 70% de cacao tostado y molido con 30% de azúcar, al 50%/50%. Los claros tienen crema de cacao agregada al cacao, más azúcar, y los blancos son solamente crema de cacao endulzada. (Ya se sabe que el cacao molido puede separarse con ciertas tecnologías en cocoa y crema de cacao).

De Villahermosa nos fuimos en automóvil a Tuxtla Gutiérrez. En la noche cenamos en “Las Pichanchas”, restorán regional donde pude comparar la chanfaina chiapaneca, que es caldosa y se come con cuchara, con la chanfaina tabasqueña, que se come en tacos. Buen viscerero como soy, ambas me gustaron mucho.

Lo mejor vino al día siguiente, cuando hicimos una tournée en los mercados centrales de Tuxtla, comenzando en el Sabines con unos tamales diversos que compartimos, para probar mayor variedad. Luego nos bebimos en jícara unos pozoles; yo pozol blanco, sin endulzar, acompañado con mordiditas de mango verde, jícama y pepinos con sal y chile, y cacahuates; Silvia, con paladar más infantil, se tomó un pozol de cacao, que lleva azúcar. Luego cruzamos la calle al mercado Pascasio Gamboa y allí comimos unos cocteles campechanos formidables (en este lugar sí había camarón y ostión, ¡de primera!). Después, aprovechando la mesa (y las cervezas) de la coctelería, llevé allí medio kilo de costillas de becerro horneado y medio kilo de vísceras surtidas del mismo animal, que vende una señora en un pasillo del propio mercado; ese llamado becerro horneado es un animalito nonato que la señora consigue a diario en el rastro, pues no falta que algunas de las vacas sacrificadas estén embarazadas. Con una salsita que la misma doña hace y unas tortillas que compré en otro puesto, armamos el broche de oro de un banquete sensacional.

De Tuxtla volamos a Mérida. Allí comimos en un excelente restorán llamado “El Manjar Blanco”, de doña Miriam Peraza, con el cronista de la ciudad Gonzalo Navarrete Muñoz. La sorpresa fue que Gonzalo tiene un programa de televisión semanal que graba en ese restorán, serie que bien llama La Palabra en la Boca. Conversamos largo y tendido, sobre todo de comida, siempre ante las cámaras, entre bocado y bocado de panuchos, sopa de lima, papadzules, queso relleno, pavo en relleno negro (con carne de puerco molida y chirmole) y varios tacos de cochinita pibil.

Lamenté haber tomado un vuelo de regreso muy tempranero, pues ya no tuvimos tiempo de desayunar en el mercado Santa Ana unas tortas de lechón al horno, que jamás perdono.

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José Iturriaga de la Fuente