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ADOLESCENTE “SIN LLENADERA”

José Iturriaga de la Fuente

La vida universitaria me trajo nuevos amigos, viajes y experiencias sin fin. Ya desde niño, mi madre me decía a menudo: “Ya no hallas qué inventar” y agregaba “No tienes llenadera”; se refería sobre todo a mi necesidad de estar en actividad (hoy dirían que era un niño hiperquinético), aunque lo de la “llenadera” podría haber aludido también a mi capacidad para comer.

En la escuela de Economía de la UNAM a veces me iba de pinta con dos amigas entrañables, Ofelia Botella y Patricia Fulgueira. Nos íbamos a comer quesadillas a Tres Marías, acá en Morelos, o a La Venta, rumbo a Toluca; mis consentidas eran, y son, las de sesos y las de pancita, ambas cocinadas con cebolla, chile serrano y epazote, acompañadas por un buen caldo de hongos. (Hoy le agrego a mis visitas quesadilleras en Tres Marías las que hago en Coajomulco). Es muy larga la lista de nuestras experiencias juntos, que a mí me dejaron marcado. En ocasiones, a Ofelia la sacaban del salón por su explosiva risa, pues los maestros pensaban que la fingía para insubordinar a los compañeros; ¡qué equivocados estaban!, es absolutamente espontánea y por fortuna no le ha cambiado. Aunque esas pintas no eran tan raras, fuimos muy buenos estudiantes. (También lo fueron otros compañeros de banca –como María de los Ángeles Moreno, Manuel Camacho Solís y Carlos Salinas de Gortari-, pero ellos se iban a desayunar con los maestros, preocupados por su futuro, en tanto nosotros estábamos más bien ocupados en nuestro presente).

En la escuela de Historia de la Universidad Iberoamericana fui condiscípulo y amigo de Jesús Gómez Fregoso, un estudioso jesuita bastante condescendiente conmigo, quien hoy dirige en Jalisco una importante institución educativa de su orden religiosa. Chucho me invitó a pasar una temporada en la misión que tenían en Creel, en la Sierra Tarahumara, durante unas vacaciones de fin de año (que en aquellos tiempos eran las largas; no había las de verano). Me dejó una huella imperecedera lo que vi y viví con los indios rarámuris: el sacrificio ritual de un toro acompañado con danzas vinculadas al sol y a la luna, para después comer su carne cocinada sencillamente en un caldo blanco, en jícaras. Y la preparación de su bebida sagrada de maíz fermentado, el tesgüino, mismo del que siempre ofrendan unas gotas a los cuatro puntos cardinales, con su dedo meñique, antes de empezar a beberlo cada uno de ellos (asimismo en jícara).

También en la Ibero conocí a Violeta y nuestras andanzas juntos me llevaron con frecuencia a Tabasco, su estado natal. Allá comí varias veces dos variedades de tortugas de agua dulce –icotea y pochitoque– cocinadas de manera deliciosa: lampreadas, en verde o en ajiaco. En el pueblo de Saloya las asaban vivas, para después sacar la carne del caparazón y prepararla al gusto. (En el pueblo de Tlacotalpan, en Veracruz, a la orilla del río Papaloapan, hay un restorán en el malecón donde hacían pequeñas tortugas en caldo –antes de que estuviera prohibido su consumo-; en cada porción individual venía una tortuguita entera y el placer era irla sacando de la concha, comiendo una a una las extremidades, la cabeza, las vísceras y el resto del cuerpo. Ya cocida, era muy fácil “desarmar” la estructura del caparazón).

En la casa de Violeta, en Paraíso, hacían unas lisas enteras al horno, sin quitarles las gruesas escamas a la piel; ellas hacían las veces de empapelado y luego, ya horneados los pescados, se pelaban y estaban cocidos en su propio jugo. Son exquisitas las lisas y nada más les poníamos al momento limón y sal. (Lo que nunca logré que me apasionara en aquellos tiempos fue el posol, esa bebida de maíz y cacao molidos, sin azúcar, que apaga a la vez la sed y el hambre de los campesinos tabasqueños y chiapanecos. Años después, en Chiapas, le tomé el gusto al posol blanco -sin cacao-, acompañando cada traguito con una mordida de mago verde o coco con limón, sal y chile en polvo).

También comíamos en Tabasco frijol con puerco (guiso que cubre la geografía americana desde Tabasco hasta Brasil –en este último país con el nombre de feijoada-, pasando por todo el sureste mexicano y el Caribe).

En el mismo municipio de Paraíso, solíamos ir a Puerto Ceiba, pequeño puerto fluvial de gran atractivo paisajístico. Muy cerca está El Bellote, donde hacen unas deliciosas tortillas gordas de maíz nuevo rellenas de ajo frito (que también se pueden rellenar de queso con camarón y otras cosas). Allí pueden conseguirse los ostiones tapesco, asados en su concha, a las brasas.

En el centro de Puerto Ceiba está la fábrica artesanal de don Lacho, que desde entonces envasaba ostiones ahumados y en escabeche (él ya murió y sus hijos continúan ahora la tradición).

Paraíso, Puerto Ceiba y El Bellote hoy son agitados lugares invadidos por la industria petrolera y la refinería de Dos Bocas.

Una paisana de mi amiga “estaba criando”, es decir, había dado a luz y amamantaba a una pequeña hija. Cada vez que iba a darle el pecho, primero se bebía un buen pocillo (un jarro de peltre) de espeso atole de leche, para que su fluido lácteo materno fuera más sustancioso (insólita conexión anatómica entre el seno y la propia boca). Por supuesto, no le daba atole con el dedo y, cariñosa, le decía a la pequeña golosa: no se puede mamar y beber leche.

Recuerdo a mi padre que presumía de haber disfrutado una larga lactancia: “En una mano tenía el seno de mi madre y en la otra una chilindrina”.