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COCINA CHONTAL

 

En Comalcalco, Tabasco, “descubrí” un sitio extraordinario. Para mí sí fue un descubrimiento, y lo debo a mi nuera Alicia, asidua, con José Eugenio, a ese notable lugar. Sirven cocina típica de la Chontalpa y por ello se llama “Cocina Chontal”. Solo dista unos 200 metros de la zona arqueológica de ese municipio tabasqueño (sobre el camino de entrada al Ejido Buenavista) y se localiza en plena zona rural, aunque está apenas en las afueras del poblado.

Su propietaria Nelly Córdova, antaño abogada y siempre guisandera de muy alto nivel, se enorgullece, con mucha razón, de que su cocina es de leña. En efecto, bajo un hermoso tejabán de troncos con tejas de barro, sin paredes, lucen ocho fogones conformando un gran cuadrángulo de barro moldeado a mano. Leña es el único combustible. (No hay gas ni para emergencias, no hay instalación, no hay tanques. Punto.) Sobre los fogones descansan grandes comales de barro o cazuelas muy gruesas del mismo material.

Los colaboradores de Nelly son estudiantes de gastronomía y de seguro que en este lugar están aprendiendo mucho más que en las aulas.

Me sentí muy distinguido por la detallada explicación que nos dio la anfitriona acerca de la filosofía de su cocina (no es exagerado usar ese término), sobre cómo logró hacerse de este amplio predio con la pequeña casa que habitaba un hombre ya solo, quien finalmente aceptó vender el lugar, y la pormenorizada descripción de platillos e ingredientes que escuchamos. Con Nelly muy extrovertida y yo preguntón y metiche, aquello derivó en una visita guiada por sus fogones sumamente ilustrativa para mí. Antes de pasar al comedor y habiendo visto los platillos que ese día estaban dispuestos, planteé la posibilidad de probar de todo (ya saben: “yo vivo en Cuernavaca, quién sabe cuándo pueda regresar, me encantaría compenetrarme en sus secretos, no solo soy un tragón, sino que tengo un gran interés académico en su cocina, etcétera, etcétera”) y doña Nelly se condolió de mí. No obstante que no tiene previsto un “menú de degustación”, lo hizo para nosotros, y fue genial.

El pequeño lugar solo consta de dos cuartos y un pórtico -la modesta y agradable casa del propietario anterior-, con las paredes encaladas, rústicas ventanas de madera y techo de vigas con tejas manchadas por el tiempo. Muy bien restaurado, muy limpio y acogedor. La vajilla se reduce a platos de barro de diversos tamaños elaborados artesanalmente, por supuesto a mano, mandados hacer a propósito, y pocillos y cucharas de peltre. No se requiere más y todo produce una campestre belleza donde el lugar, la loza y la comida se equilibran para hacernos sentir en nuestra casa.

Comenzamos probando dos variantes de la bebida tradicional tabasqueña más característica: el pozol. Uno era pozol sancochado con cacao, sin azúcar, donde el maíz está previamente cocido; en él predominaba el sabor del cacao. El otro era un pozol nixtamalizado, asimismo con cacao y sin endulzar; en esta versión, donde el maíz se preparó con cal y agua para un tipo de precocimiento completamente diferente, el sabor predominante era el del maíz. Ambas bebidas, con hielo, fueron muy refrescantes. Cabe recordar que para los campesinos de Tabasco (y de Chiapas) el pozol es bebida y a la vez alimento: llevan una bola de masa a sus parcelas como itacate para pasar la jornada trabajando; solo le agregan agua, al momento de consumirlo.

Otro es el polvillo, de maíz y cacao, donde la masa para preparar la bebida se hace a partir de una especie de pinole, es decir, con el maíz tostado y molido.

Primero comimos un horneado de cerdo, cuya carne, en trozos pequeños, estaba preparada con una manera de adobo, muy sabroso.

Luego seguimos con un picadillo de pavo, no molido, sino asimismo troceado, donde claramente distinguíamos las dos carnes del ave: la blanca de la pechuga y la oscura de las piernas, entre los demás ingredientes.

La barbacoa de res, preparada en uno de los llamados hornos sobre la leña, era ligeramente más picante que los demás platillos, y estaba exquisita.

El rollo de plátano no eran tortitas tamaño croqueta, sino más bien del volumen de un niño envuelto, para cortarse en rebanadas, y estaba relleno de sorpresas para el paladar.

Después continuamos con una enchilada de carne de puerco en un mole sensacional, riquísima, con ese queso cremoso y sápido de la región.

Todo me gustó mucho, pero quizá las palmas se las llevó (por mis propias inclinaciones a lo más raro o exótico) la papada de guajolote asada. De seguro se trataba de un animal muy grande, pues la papada era una generosa porción de cubitos de carne o más bien como cueritos muy delgados con pedacitos de grasa adheridos que se habían marinado previamente en naranja agria y yerbas locales; y después, ¡asados en comal a la leña! Verdaderamente extraordinaria. Qué bueno que nos la dio Nelly al final, pues solo algo tan delicioso podíamos haber comido en ese momento… porque todos los platillos anteriores los fuimos acompañando con tortillas gruesas, unas con chaya revuelta en la masa y otras rellenas con ajo frito; ¡éstas son mis consentidas! Y a la par una jarra de agua de guanábana y luego otra de piña con chaya, más ligera, ambas riquísimas.

Solo lamenté que ya no pudimos llegar a los postres.

José Iturriaga de la Fuente