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José Iturriaga de la Fuente

ALUCINACIONES SUDAMERICANAS

En los ochentas fui a Lima a realizar un concurso de importación de harina de pescado para la industria mexicana de alimentos balanceados. Cumplido el trabajo, con Rogelio Charteris y Arturo Enríquez –dos amigos vinculados a Conasupo- organicé un viaje a Nazca para conocer las famosas líneas kilométricas que, en pleno desierto, reproducen figuras geométricas y de diversos animales. Solo se aprecian cabalmente las formas desde una avioneta. Todavía hay quien sostiene que fueron hechas por seres extraterrestres.

En el pueblo de Nazca fuimos a comer a un hotel con agradable jardín y alberca, apetitosa en aquella cálida época. Pedimos unos platos de espárragos frescos, de fama en esa región. Ordenada la comida, me levanté al baño, localizado cerca de la piscina; cuando entré a uno de los gabinetes individuales, me llevé una desagradable sorpresa (que a los pocos segundos devino jocosa): un enorme pingüino se encontraba allí, parado, muy serio, y me vio como si fuera un intruso que rompía su intimidad en aquel WC. Di un brinco para atrás, volví a dejar la puerta cerrada, y salí corriendo a nuestra mesa. El mesero se hallaba atendiendo a mis compañeros de viaje y le espeté la queja: “¿Qué hace un pingüino en el baño?” Entre carcajadas, mis amigos me amenazaron con impedirme beber ni una sola copa más (aún no llevaba ni una). El mesero, muy apenado, se llevó las manos a la cabeza y exclamó: “Ya se volvió a salir de su casa”, y se fue a poner remedio al asunto, para que pudiéramos ir, cuando menos, a lavarnos las manos. Aunque la costa está muy lejos de Nazca, tenían allí esa mascota llevada del litoral y, si bien era manso, se acaloraba con facilidad y buscaba la sombra del baño, además del agua fresca de ya saben dónde para remojarse la cabeza, pues a la alberca tenía prohibido entrar.

No menos alucinante fue otro viaje a Perú con Silvia y Emiliano. En Cuzco, después de haber hecho una extraordinaria excursión a Machu Pichu, una noche me aboqué a conseguir para cenar uno de los platillos indígenas más tradicionales: un cuyo, especie de rata de laboratorio entre topo y tuza (en Cuzco les dicen cuy). No me costó trabajo encontrar mi anhelado platillo: allí lo servían frito, entero, y como previamente pregunté los detalles, me informaron que le quitan la cabeza y las patas para que no impresionen a la clientela. Yo pedí que me lo trajeran completo, con todo y todo, y fue extraordinario. Previas fotografías que tomó mi hijo, dimos muy buena cuenta de él. Estaba exquisito.

En ese restorán investigué que había un mercado donde vendían los cuyos vivos y al día siguiente fuimos a verlos. Hacinados en jaulas rústicas, eran vendidos en el equivalente a dos dólares cada uno. (En cualquier tienda de mascotas de la Ciudad de México valen 10 veces más). Son animalitos muy tiernos y simpáticos y costaba trabajo pensar que nos habíamos cenado uno la víspera.

(Emiliano hizo un trabajo que le pidió su maestra de inglés de 6º de primaria y al efecto elaboró varias láminas con fotografías y textos explicativos. Una se llamaba –ya traducida- “El cuyo no es sólo mascota”. Otra versaba sobre la hoja de coca e incluía caramelos y té de esa planta, que allá compramos; le engrapó una pequeña bolsita de celofán con harina de trigo blanca –muy impresionante en ese contexto- y como pie escribió “La hoja de coca no es droga”. Una más se refería a la población indígena, con bellas fotografías donde ostentaban sus coloridas indumentarias).

En Bolivia probé más de 10 variedades de papas a lo largo de varios días, algunas de ellas ubicadas justo en la frontera entre el camote y la papa. Lo que no tenían era nuestras papitas de agua, originarias de Coajomulco, que saben más parecido a jícama, con su limón, sal y chile en polvo. Era Semana Santa en La Paz y el viernes me tocó ver una procesión impresionante: abría el cortejo, a muy lento andar, una veintena de soldados en motocicletas Harley Davidson, seguidos de un contingente de infantería, marchando; a continuación caminaba adusto el presidente de la república (sin ir saludando, pues se trataba de un desfile fúnebre), acompañado de su gabinete; continuaba la parte central del evento: un gran Cristo de madera, cargando su cruz, colocado sobre unas enormes andas sostenidas por no menos de veinte fieles; seguía una multitud de penitentes con capuchas cónicas negras (parecidas a las del KKK) y cerraba la marcha el pueblo, rosarios en mano.

Uno de los mejores patos laqueados de mi vida lo comí en un restorán (chino, por supuesto) de Caracas. Había viajado para una importación de caraotas (o sea frijol negro) y una noche tenía antojo del famoso palmípedo al estilo pekinés; realicé una investigación telefónica y di con el lugar indicado, nada más que sólo servían ese pato bajo pedido, mismo que de inmediato concreté para la noche siguiente. Cuando me preguntaron cuántos seríamos a la mesa y respondí que solo yo, se desconcertó la dueña, mas la tranquilicé diciéndole que ya conocía el platillo. Cuando llegué a la cita, no los desilusioné: me acabé mi pato, como debe de ser en tacos de tortilla de harina con salsa de ciruela, cebollín y pepino en tiritas. Solo pude lograrlo con una botella de vino (que desde luego no era chino).

En Río de Janeiro, el que se llevó una sorpresa fui yo. Encontré numerosos locales de jugos y licuados (no ambulantes, como en México) y además de las frutas que acá tenemos, en Brasil tienen bastantes más que son desconocidas para nosotros. De todo probé, fue textualmente sensacional. Lo único que me descontroló fue el licuado de aguacate, sí, con azúcar…

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