

Corazón de filete o filete de corazón
Le tenía yo prometido a mi nieto Teo hacerle una cabeza de puerco al horno y finalmente se lo cumplí hace tiempo, un sábado. Lo iba a llevar al mercado a comprarla, pero como el jueves era noche del Grito y todo mundo hace pozole (por supuesto, los clásicos llevan cabeza de puerco), no me quise arriesgar a que no hubiera, pues la oferta en Cuernavaca no es tan grande, y así desde el miércoles la conseguí (cuando Teo estaba en la escuela). Pesaba ocho kilos.

Aunque al cocer las cabezas los huesos aflojan y no es tan difícil desarmarlos, preferí pedirle al carnicero que con su sierra eléctrica le hiciera al cráneo un corte vertical por detrás, por la nuca, para dejar dos hemisferios casi separados, pero sin tocar la cara del cerdo. Así lo hizo y, no obstante que ese corte no atravesó por completo, de lado a lado, el cráneo, bastó para que, con las manos, sin mucho esfuerzo, el propio carnicero desuniera las mitades óseas hasta que se escuchó un tronido que delató la separación, siempre dejando intacta la cara que como bisagra mantenía unidos ambos lados. Por el corte trasero se podía ver cortados a la mitad el cerebro, la lengua y todo lo demás.
Por supuesto que estaban invitados al banquete Kenia y Fer, los papás de Teo, y ello no solo enriqueció lo agradable de la reunión, sino también el menú. Resulta que Mariana, hermana de Kenia, quien es bailarina, participó en una obra de teatro contemporáneo donde estaba colgado, como parte de la escenografía, un gran corazón de res crudo con unos treinta centímetros de aorta unidos al órgano cardiaco; así lo pidieron en el mercado, sin cortar ni separar la arteria que sale del corazón por la parte superior, en el ventrículo izquierdo. Pesaba casi tres kilos y la aorta tenía unos cuatro centímetros de diámetro. De la trama del drama no tengo muchos detalles, solamente sé que hubo gran participación del público (era una obra interactiva) y que era adecuada solo para adultos. Al terminar el espectáculo, Fer preguntó qué le iban a hacer al corazón, pues ya no habría otra función, y le dijeron que tirarlo a la basura. Investigó si la temporada no había sido demasiada larga (unas semanas o días) y se enteró que no, que esa había sido la única función, era teatro experimental, y que el corazón había sido adquirido esa misma mañana. Así que con la anuencia de los productores se llevó la preciada entraña y la congeló en su casa. Para nuestro banquete, la víspera sacó la víscera del congelador.
Esos fueron los platillos integrantes de nuestra minuta. Para el que no quisiera cerdo, había res; pero todos comieron de ambos. La cabeza del cochino, bien lavada, la unté generosamente por dentro y por fuera con una pasta que hice a base de ajos crudos, sal de grano, pimienta y jugo de naranja agria. Así la refrigeré desde el miércoles hasta el sábado. Ese día la metí al horno a 150º C, con una manzana en el hocico, a las 7:30 de la mañana, en una gran cacerola donde cabe un pavo, con tapadera, y a las 14:30 le quité la tapa, le retiré como un litro de jugo y grasa que había soltado y le subí toda la temperatura, para que dorara durante una hora más. Comimos a las 15:30.
La serví con unas grandes papas asimismo horneadas y para acompañar cabeza y papas preparé un alliolí que quedó sensacional: aceite extra virgen de oliva, ajos crudos, dos huevos, sal y un chorrito de limón. Una excelente baguette completó el panorama.

Teo se comió los sesos y los dos ojos (quitándoles la canica –el núcleo del cristalino-, que es medio dura y reseca); Silvia, Kenia, Ulu –mamá de Fer- y Julieta Laguna solo comieron cachete (la maciza de la cabeza), y Fer, los tres hijos –Eugenio, Cristián y Emiliano- y yo nos peleamos por todo lo demás: orejas (delicioso cartílago), trompa (cuerito envolviendo la suave carne), lengua y surtido. Las ocho horas de cocimiento hicieron que nadie requiriera cuchillo, bastaba el tenedor para cortar la carne, que estaba deshaciéndose. De hecho, a la hora de comenzar a servir, extraje los grandes huesos de las mandíbulas -cortadas a la mitad por la sierra- usando solamente dos dedos, el pulgar y el índice, y así levantaba cada uno, entresacándolo de la carne que lo rodeaba pero ya despegada por completo. Fue tan exitoso el platillo que entre protestas tuve que retirar la cacerola con algunos sabrosos restos, que había colocado en el centro de la mesa, para poder dar lugar (en la mesa y en el estómago) al siguiente tiempo: el corazón.
Era tan grande y espectacular el órgano cardiaco que no lo corté, lo dejé entero con todo y aorta adherida e inventé una receta que salió muy bien (según opinaron todos; y aunque no hubieran opinado: bastaba verlos comer). Meché (y luego me eché) el corazón con abundantes rebanadas de tocino ahumado de puerco, tiras de apio y dientes de ajo crudos. Fue un mechado profundo, que casi atravesaba el órgano, pero siempre conservándolo entero. Luego sellé la víscera friéndola en abundante manteca de puerco, pero no de la blanca, filtrada, de paquete del super, sino de la café, comprada en el mercado, todavía con asientos doraditos de carne. Y luego estofé el corazón: abundantes ajo y cebolla picados y fritos en aceite de oliva, una botella de vino tinto y papas en trocitos para espesar la salsa. Se cocinó tres horas a fuego lento y quedó muy bien cocido. Gustó mucho y lo bautizamos (sin gran imaginación) como coeur au vin.