
Botanas coreanas
Mi hijo Emiliano salió tan pata de perro como su padre. Hace un mes estaba en San Francisco promoviendo su empresa de ecoturismo en zonas indígenas de México (insólita porque las utilidades van mayormente a esas comunidades, no a intermediarios). La semana pasada estuvo en Mérida en un congreso de lo que hoy llaman “emprendimiento social” y de allí voló a Europa y finalmente a Nairobi, en Kenia, para otra reunión internacional del mismo tema. Tanto brinco me provoca rememorar una comida aquí en Cuernavaca de hace cerca de una década.
Resulta que Emiliano acababa de llegar unos días antes de Corea del Sur, donde fue invitado, junto con su amigo (y hoy socio) Sebastián Muñoz, a la Semana Global de Crecimiento Verde, organizada por el Programa de las Naciones Unidas para el Medio Ambiente (por cierto, que en las cuatro ediciones que llevaba el evento, hasta entonces ellos fueron los únicos estudiantes convocados –Emiliano de Ingeniería en Desarrollo Sustentable y Tian de Diseño Industrial, ambos de 22 años-). Fueron invitados a participar con una ponencia, alternando con reconocidos investigadores de todo el mundo; la propuesta que enviaron les valió no solo la aceptación, sino la invitación por cuenta de los organizadores. Mas lo que interesa ahora es que Emiliano aportó a esa comida en casa las botanas traídas de Corea: unos cuadritos delgados, como galletas, de alga marina por un lado y con piel de pescado seca por el otro, riquísimos; unos calamares pequeñitos deshidratados que eran duros, como chiclosos, de un gusto fuerte y muy sabroso aunque se batallara un poco para irlos comiendo; una especie de ate en cubitos, quizá de alguna fruta medio dulce, que estaba bastante bueno aunque lo esperábamos salado; y unas como hojas de alga marina con cierto sazón exquisito y muy original.
Dentro de la bolsa de una de esas botanas venía otra bolsita con algún aderezo en polvo que obviamente había que espolvorear encima del alimento, y así lo hicimos. Por instrucciones mías, a las hojas de alga les vació doña Irma (mi brazo derecho en la cocina) esa bolsita que contenía unas bolitas muy pequeñas, como chochitos. Cuando me dijo -estando yo muy ocupado en algún otro quehacer culinario- “señor, ¡se resbalan!”, le contesté, tajante y sin ver, “no se preocupe, usted espárzalas”. Cuando los invitados disfrutaban la botana, salió el peine a relucir, pues mi coreano anda medio fallón: eran chochitos de cierto material para absorber la humedad, no comestibles. No fue muy difícil sacudirlos, aunque no pude evitar las risas y los pitorreos de los comensales.
La botana se degustó con mezcal de Palpan, un minúsculo poblado morelense justo en el límite de Morelos con el Estado de México. Cada seis u ocho meses iba a comprar allí unos 25 litros, a granel, pues no pueden envasarlo al no contar el estado de Morelos con denominación de origen. Como en cuestión de gobierno y funcionarios públicos casi siempre resulta cierto aquello de “piensa mal y acertarás”, yo creo que hay malos manejos en eso de las denominaciones. Tengo excelentes mezcales de cuando menos seis estados de la república y de los mejores, con mucho, es el de Palpan… pero no le otorgan esa D. O.
Mas, volviendo a mis 25 litros, no váyase a pensar que nos los bebíamos todos Silvia y yo. Cuando presento un libro, me parece bastante cursi eso del “vino de honor”; prefiero un “mezcal de honor” y la gente lo agradece. En un reciente evento de esa índole, llevé ocho litros y todos se acabaron. Y cada vez que somos invitados a la casa de algún amigo, la botella que llevo es de mezcal artesanal. Antes era de Palpan. Hablo en copretérito porque, por desgracia, esa región ya no es transitable con seguridad. En mi última expedición allí para comprar mezcal, en el auto de un amigo, fuimos interceptados y él fue secuestrado una semana; yo me salvé de milagro. Pero dejemos ese mal sabor de boca.
Mi apreciado cantautor jiutepecano, Isaías Alanís, cómplice de mil banquetes, ahora me consigue (igual, en un bidón de 25 litros) un fantástico mezcal de Guerrero, de agave silvestre, que trae de una ranchería ubicada hacia la sierra de Omiltemi. Es tan artesanal ese mezcal, que no sabemos exactamente de qué especie de agave se trata (quizás es angustifolia) ni tampoco su graduación; debe andar por los 45 grados.
Me salto los platos que servimos después de las botanas coreanas porque, aunque estuvieron deliciosos, no compitieron en originalidad con esas entradas. Fueron, sí, de corte oriental, para no desentonar.
El banquete culminó con unos mangos de Manila. Como los más clásicos, los llamados “hueso de papel” por su semilla tan delgada, solo se dan en Veracruz y su temporada es mayo/junio, y entonces estábamos en septiembre, los que serví fueron unos de Michoacán, con semilla gruesa pero ricos de sabor y muy dulces. (Los ataulfo no me gustan mucho, saben un poco a hierba; no habiendo Manila, prefiero los petacones o los corrientes, estos últimos con muy poca pulpa, pero deliciosos y aromáticos. Por cierto, que yo pensaba que los mangos petacones se llamaban así por lo voluminosos, como las petacas de un mango humano… pero resulta que ese injerto se creó en el rancho La Petaca en la Costa Chica del estado de Guerrero).