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Las botas puestas

 

Las mejores cosas que he hecho en la cocina han sido irrepetibles, pues nunca uso recetas. De repente, en guisos como la paella, sí le echo un vistazo a varias recetas para refrescar la memoria y finalmente decidir cómo la voy a hacer yo (que por lo general es una combinación de las opciones que leí). Pero no es frecuente que haga tales consultas a libros, aunque mi biblioteca de cocina es de cierta consideración (por estados de la república, por países, por productos, por temas, por colecciones).

Pongamos un ejemplo de improvisación. Cuando menos una vez a la semana desayunamos enchiladas, que yo hago. Unas ocasiones me salen mejor que otras, a veces extraordinarias, pero jamás iguales, y ello se debe a que siempre hago la salsa con los restos de varias otras que encuentro en el refrigerador. En la casa nunca faltan culines de dos o tres diferentes salsas, como mínimo (culín le dicen los españoles al vino, poquito, que sobró en la botella). Pues pongo en la licuadora esas salsas sobrantes, todas juntas, que pueden ser una verde de tomates hervidos, una roja de jitomates asados y una café de chiles pasilla, o las que haya: ninguna discrimino. Les agrego unos jitomates o tomates verdes, un trozo de cebolla, un par de ajos y lo muelo todo. La pruebo y le adiciono lo que necesite; si falta picor, un chipotle adobado y un serrano, o un jalapeño y unos piquines, o un habanero y un cascabel, o lo que encuentre en la alacena y el refrigerador. Si le hace falta, añado un poco de sal en grano, que siempre tengo de Cuyutlán (o hago la consabida trampa de las amas de casa y de muchísimos chefs que sí usan consomé de pollo en polvo, pero que jamás lo confiesan). Y luego frío cebolla en tiritas para después agregarles la nueva salsa (especie de ave fénix gastronómica) hasta que dé un buen hervor.

Paso las tortillas unos segundos por aceite hirviendo y luego las remojo un momento en la salsa caliente, y ya están listas las enchiladas. Las acompaño con frijoles refritos que siempre me quedan buenísimos, por exagerado: para un cuarto de kilo de frijoles hervidos, pico finito una cebolla grande entera y luego la acitrono en bastante aceite de oliva y allí refrío los frijoles; así, cómo no van a quedar bien. Y el trío se completa con unos huevos revueltos, tiernitos, asimismo hechos con aceite de oliva.

Mi deporte habitual son las caminatas y al efecto tenemos un grupo de amigos con quienes, los domingos, hacemos largos recorridos por la reserva ecológica del Chichinautzin, aquí en Morelos. Son caminatas de varias horas y hemos bautizado al grupo como Las Botas Puestas (yo participaba en otro llamado La Buena Pata). Un día tuve curiosidad de saber cómo se verían bañados y peinaditos esa veintena de aguerridos excursionistas, que, por cierto, muchos son extranjeros (o eran, porque ya llevan años y hasta décadas viviendo en Tepoztlán, Cuernavaca, Ixcatepec y Santiago Tepetlapa). Y para salir de dudas los invité a comer en la casa. Ya sabía yo que disfrutaría en grande su cálida y amena compañía.

Para agasajarlos, preparé un mole a partir de una pasta artesanal que compré en el mercado principal de Cuernavaca. Primero probé varias, antes de decidir cuál adquirir; seleccioné una afrutada, poco picante, deliciosa. En la casa enriquecí esa pasta con varios ingredientes: abundantes nueces y almendras, pasitas y plátano macho, suficiente buen chocolate de a de veras y ajonjolí, todo primero bien frito en manteca de cerdo y luego molido con un caldo de pollo sustancioso al extremo; véase si no: cuatro kilos de rabadillas y huacales bien picados, los hiervo en seis litros de agua hasta que se reducen a cuatro (un par de horas), y cada 15 minutos los apachurro con ese utensilio para hacer frijoles refritos, convirtiendo aquello en un puré de huesos astillados con pulpa deshecha que sigue y sigue hirviendo, y yo apachurrándolo cada cuarto de hora. Cuelo el caldo, lo desgraso y ya está listo. Toda la pasta ya adicionada con mis agregados, la frío largamente en manteca de cerdo y le voy agregando caldo.

Cuando el mole parecía estar listo, a mi parecer le hacía falta un poco de dulzor. Está buenísimo, me decía Silvia, ya déjalo así, aunque quizá resiste más azúcar. Pero ese camino tan fácil no me atrajo. Encontré en la cocina una lata grande de duraznos en mitades. Sin dudarlo, la molí en la licuadora con su propio almíbar, y agregué el licuado al mole. Ni yo me la podía creer: ¡quedó genial!

Las visitas de Las Botas Puestas quedaron encantadas (más o menos la mitad son mujeres, que saben de cocina) y comimos el mole con su clásico arroz a la mexicana y unos frijoles de olla que inventé a partir de los llamados frijoles charros. Todos repitieron mole, hasta Roger que es francés, Gilles que es francocanadiense, Jürgen que es de filiación alemana, Jill que es americana, Giuseppe que es de origen italiano, y de los paisanos, ni hablar…

Pero volvamos a los frijoles. Resulta que la gran cocinera y amiga mía, Martha Dueñas, hacía tiempo me había recomendado agregarle a los frijoles de olla una cucharada de manteca de puerco, para darles sabor, lo cual ya acostumbro hacer. En la comida de Las Botas Puestas les puse una ramita de epazote y en lugar de manteca les agregué un buen puñado de chales, esos asientos de grasa carnosa doradita que quedan al fondo del perol de las carnitas de puerco, y que en Morelos son socorridísimos -las gorditas y las quesadillas de chales son unos clásicos morelenses-. Fue un invento acertado. (De paso recordemos que a los chales les llaman de diferente manera, según la región del país: zurrapa, moruna, migajas, chiquitas, tierritas y tlales).

José Iturriaga de la Fuente