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Huelgas de hambre

 

Hace años firmamos en El Paso una “carta de intención” varias universidades mexicanas de estados norteños y de Texas y Nuevo México, y el Conservatorio de la Cultura Gastronómica Mexicana, ONG de la cual soy vicepresidente. El objeto fue sumar esfuerzos para investigaciones alrededor de temáticas comunes.

El viaje tuvo sus hits gastronómicos. Destacaría un caldo de machaca muy rico que comí en Ciudad Juárez y un menudo colorado con ese estilo que acostumbran desde Tamaulipas hasta Baja California: la pancita va revuelta con maíz, de manera que es un híbrido entre el menudo y el pozole. Un día desayuné unos huevos revueltos con chilorio, de clara raigambre sinaloense.

Después de celebrar la firma que nos convocaba con unos mezcales zacatecanos y un sotol chihuahuense traídos por los respectivos señores rectores, en El Paso fuimos a cenar a un lugar de carnes surtidas preparadas con ese adobo medio dulzón que es el llamado barbecue; el atractivo del establecimiento (para algunos, sobre todo para los gringos) es que no pides algo específico, sino que sirven de todo en función del número de comensales. Como éramos quince a la mesa, pusieron diversos platones rebosantes hasta la exageración de costillas de res y de cerdo, pollo, salchichas y ya no sé qué más. Puedo decir que comimos muy bien (no tanto en calidad sino en cantidad). A la satisfacción del apetito siguió la gula y, aun así, la carne que sobró en los grandes platones sumaba fácilmente unos cuatro o cinco kilos. De seguro que varios de los comensales, no solo yo, sentimos vergüenza ante el desperdicio. Muchos comentarios surgieron al respecto. Que en los restoranes estadunidenses todas las sobras (aunque estén limpias y sean muy abundantes) van obligatoriamente a la basura, por normatividad. Que ni el propietario puede disponer de ellas para sostener una granja de cerdos o un criadero de perros San Bernardo. Que en Canadá ya se legisló (alguien dijo) para que tales sobrantes se seleccionen y vayan a instituciones de beneficencia. Que en un mundo donde aún existe el hambre tales desperdicios son criminales. Etcétera, etcétera.

Como un tema lleva a otro, recordamos algunas memorables huelgas de hambre, como aquella de casi cien días que mató a un británico que algo protestaba contra la férrea Margaret Thatcher. Hubo otras remembranzas. Y José Francisco Román, alto funcionario de la Universidad Autónoma de Zacatecas, trajo a colación una anécdota de su tierra. Cuando era gobernador el general Pámanes Escobedo, hace unas cuatro décadas, se instaló en la plaza principal de la hermosa ciudad de Zacatecas, justo frente al Palacio de Gobierno, un sindicalista que decidió llevar a cabo una huelga de hambre debido a exigencias no atendidas por las autoridades del estado. Después de doce días el huelguista ya se había convertido en noticia nacional y a diario llegaban periodistas y personas de diferentes sectores a entrevistarlo y platicar con él. Ante los riesgos políticos de que esa situación se complicara más, el procurador local le solicitó al gobernador Pámanes que le permitiera retirar de alguna manera al protagonista de semejante huelga. El gobernador lo paró en seco y le prohibió tomar cualquier acción de fuerza o violenta. Pero el procurador insistió, asegurando a su jefe que nada de eso contemplaban sus planes. Y procedió con su cruel estratagema.

Una modesta y conocida señora de la ciudad, todas las tardes se instalaba en una esquina con su anafre y carbón y preparaba unas riquísimas tortas de chorizo estilo Mal Paso, crucero cercano a Jerez, famoso precisamente por tales tortas. La doña las reproducía igualitas en la capital zacatecana. Freía en manteca de cerdo el delicioso embutido artesanal de sabroso y penetrante olor e iba confeccionando las tortas a pedido de cada cliente, que eran muchos, muy asiduos y de todas las clases sociales. Pues la señora fue contratada para que una tarde se colocara en la plaza principal, a unos cuantos metros del huelguista de hambre, y a los pocos minutos ya estaba despachando las aromáticas tortas a un sinnúmero de clientes, dado el estratégico, concurrido y por tanto privilegiado lugar en donde acomodó su puesto. Antes de dos horas, el huelguista dejó su protesta para mejores momentos y se retiró del lugar, mentando madres contra la tiranía y con la hiel rota, pero no del coraje sino de la salivación. Nadie supo a dónde se fue a cenar.

José Luis Perea, delegado del INAH en Sonora, ya entrado en confianza, nos relató otra anécdota sucedida hace muchos lustros, cuando él era estudiante en la Escuela Nacional de Antropología e Historia. José Luis y varios condiscípulos suyos compartían esa loable, sana e insumisa ideología de izquierda que la mayoría de los jóvenes profesamos y que en la ENAH se ha arraigado como una encomiable tradición institucional. Pues fue el caso que doña Rosario Ybarra de Piedra, a la postre heroína civil de los derechos humanos estaba encabezando una huelga de hambre en pleno Zócalo capitalino, allá por los últimos setentas, y el grupo de adolescentes, futuros antropólogos, se sumó solidario a la protesta. Duraron varios días, hasta que doña Rosario los corrió. Algún chismoso le contó que durante la tarde se desaparecían los estudiantes, de uno en uno para que no se notara, a fin de despacharse unos tacos de suadero en la calle de Corregidora. Estoy seguro que doña Rosario comprendió a los jóvenes, aunque tuvo que hacer lo que hizo. La solidaridad sincera y el fervor militante de los muchachos no se opaca ante mis ojos por esa debilidad, ahora sí que ante la carne.

José Iturriaga de la Fuente