
Cultura intravenosa
Guanajuato siempre ha sido mi ciudad consentida, desde mi adolescencia. Solía decir, con sinceridad, que las dos ciudades del mundo que más me gustaban eran Guanajuato y Jerusalén (pero esta última me decepcionó hace unos seis años. Yo había estado allí en 1967, meses antes de la Guerra de los Seis Días, cuando Jerusalén era de Jordania. Era como estar en la Edad Media, entre artesanos –orfebres y joyeros, carpinteros y herreros, confiteros y reposteros, alfareros y tejedores, tintoreros y zapateros, etcétera, etcétera-, entre fondas y mesones, con sus callejones donde apenas cabía la multitud de viandantes locales, no turistas, entre filas de animales de carga, en aquellos callejones misteriosos donde convivían templos de diversas religiones. En el siglo XXI, Jerusalén es una ciudad turística donde desaparecieron los talleres y obrajes para dar lugar a una serie interminable de tiendas de suvenires que venden las mismas postales, los mismos “recuerdos” y restoranes donde se come en todos igual. El “progreso” mató los atractivos).
A Guanajuato me hice afecto desde que estaba en preparatoria. Desde entonces conocí ese pueblo/ciudad mucho mejor que la palma de mi mano (¿Habrá quien conozca la palma de su mano? ¿Usted podría decir cómo son sus líneas? Yo no).
Después fui numerosas ocasiones, sobre todo a las primeras ediciones del Festival Internacional Cervantino y me hospedaba con mi camper en un tráiler park que todavía existe ubicado en la Subida de Barrio Nuevo, arriba de la Alhóndiga de Granaditas. Recientemente, volvimos allí para estar en el 46º Festival, y al mismo tráiler park.
Por primera vez en los 46 años del FIC, pudimos Silvia y yo presenciar las casi tres semanas de espectáculos. Con antelación estudiamos el programa, dimos preferencia a danza y teatro, y compramos boletos para dos y algunas ocasiones hasta tres eventos diarios, de manera que asistimos a 39 funciones en total, desde la inauguración hasta la clausura. Eso es lo que se llama cultura intravenosa. No dolió. Fue genial (aunque un par de veces nos declaramos en huelga y nos quedamos a leer en la camper, con una hermosa vista casi aérea sobre Guanajuato).
Como el país invitado a la FIC en esta ocasión fue la India, abrieron un par de restoranes con especialidades de ese país y parece que uno de ellos se quedará allí en definitiva. Se come muy bien, aunque tiene una grave deficiencia: no tienen pickles, esos encurtidos muy especiados típicos de la cocina hindú que pueden contener variados ingredientes, como mango, jengibre, otras frutas y raíces, y generalmente chile. La cocina india sin pickles es como la cocina mexicana sin salsa picante.
En Guanajuato tenemos dos paradas gastronómicas obligatorias: las tortas de carnitas en el mercado (Silvia de costilla, yo de nana o buche), con ese pan de agua maravilloso, como bolillos, que también lo hay parecido en Mérida, en Puebla y en Acapulco (un guerrerense le vende en las mañanas afuera del mercado “López Mateos” en Cuernavaca), y unas tostadas en el carrito que se pone desde hace más de medio siglo en el callejón que entra a la plaza de San Fernando (Silvia de cueritos en vinagreta, yo de oreja de cerdo con la misma preparación).
Pero nunca acaba uno de aprender. Comimos esquites de los clásicos, de elote blanco hervido, con epazote; y ahora conocí nuevas versiones: de elote amarillo hervido (que es ligeramente dulce) y había otros, a escoger de ambos colores, pero ¡fritos! Y además había esquites verdes, por contener chile poblano, y esquites rojos, por chile de árbol. Y por si fuera poco, también había unos esquites manchados de puntos negros, pues estaban elaborados con elotes asados y luego desgranados y hechos esquite. Un mundo esquisito.
Una noche se me ocurrió una inocente evolución del esquite clásico y lo pedí con un poco menos de elote y más caldito bien caliente, para rellenar el vaso con mezcal de Palpan, Morelos, que casualmente traía en una anforita petaquera. Resultó un inventazo, con su chilito piquín en polvo y limón exprimido. Me acordé de mis pollas universitarias, que me preparaba para llegar bien nutrido a clases de siete, con un buen piquete de jerez y leche (que a veces ya casi no le cabía).
Esto me recuerda otro invento altamente recomendable que llevé a cabo hace años y lo hago ya de manera consuetudinaria. Mi idea (tan sencilla como deliciosa) partió del no muy conocido coctel americano llamado bull shot, que es un consomé de res de lata, unas gotas de salsas inglesa, maggi y tabasco, y tantito limón, con vodka, todo en vaso jaibolero con mucho hielo. Mi receta –imaginativa, aunque no lo parezca mucho- es idéntica, pero en vez de ese largo vaso y hielo, lo sirvo hirviendo en un tarro de cerámica. A veces cambio el vodka por tequila o mezcal. No se rían. De veras que el invento es buenísimo.
Y como una cosa lleva a otra, ahora me acuerdo de que hace unos 60 años solía ir a casa de Lucero Topete –muy querida amiga, hasta la fecha, aunque ya no nos hemos visto- y me ofrecían un café o té o un jugo de naranja recién preparado; yo optaba por este último, pero lo pedía en taza, bien caliente. No era nada malo. Voy a hacerme uno pronto, para corroborar la añeja remembranza.
Pero volvamos a Guanajuato. En un carrito comimos garbanza, como le llaman a los garbanzos frescos, todavía en su vaina, que cuecen con sal y venden en bolsitas. Son ricos, de seguro muy saludables, y además entretenidos, pues hay que estarlos sacando de uno en uno de su largo envoltorio natural.