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Octogenarios rocanroleros

 

Mi amigo de la adolescencia, Élfego Reyna Grimaldi, acaba de cumplir 80 años y su hijo Amauri le organizó una emotiva fiesta, allá en la CDMX.

Élfego, un par de años mayor que yo, es de modesta cuna, gran corazón y notable escultor, sobre todo en madera; en casa presumimos varias obras suyas muy destacadas.

Es un ejemplo de artista autodidacta con grandes dotes, aunque sin preparación académica. Élfego y yo tenemos mil y una anécdotas en más de seis décadas de amistad. Cuando comimos puma en la Joya de Salas, Tamaulipas (el felino había matado varias terneras, lo cazaron, y ante una pierna de carne rosada, fresquecita, no pudimos resistir; el puma no come carroña, solo animales que acaba de matar). Cuando un militar de un retén en Filo de Caballo, Guerrero, estuvo a punto de fusilar a mi perro San Bernardo porque le gruñó muy feo a su fusil. Cuando maté de un manotazo a una tarántula que había caído sobre la proa de la lancha donde navegábamos junto a un acantilado en la presa de Temazcal (acto no derivado de mi valentía, sino del terror de que el animal venía hacia nuestras piernas descubiertas, pues estábamos en traje de baño).

Cuando trabajábamos en Conasupo y Élfego presumió de llevar la contabilidad de la enorme empresa, respondiendo a una pregunta de una recién conocida (ciertamente, él llevaba a diario en un diablito unas cajas con información contable de las oficinas que teníamos en Félix Cuevas a otras que estaban a dos cuadras de allí). Cuando en una cena de tacos de cabeza de res le lavamos el cabello a mi primo Ángel con una botella de ron, y él anuente y encantado, por supuesto. Cuando en un viaje nocturno de Jalapa a Chachalacas en una camper que yo tenía, Aurora Pérez sacó un costal con la indumentaria de una obra de teatro en la que había participado y llegamos a la playa toda la banda, unos ocho, vestidos de romanos.

Cuando nos corrieron, a un grupo de amigos, de un cabaret de mala muerte llamado El Siglo XX que se encontraba en la esquina de Niño Perdido y Fray Servando (creo), porque uno de nosotros, Galván, durante un striptease que se desarrollaba a media luz (o quizá a una décima), sacó una linterna de bolsillo e iluminó las partes más interesantes de la artista. Y cuando íbamos a una taquería con el propio Galván, quien era vegetariano, y él se preparaba sus tacos con la tortilla, cilantro, cebolla y salsa, solamente. Y podría seguir…

La fiesta para Élfego fue en la casa de su hermana, en la colonia Moctezuma, entre la TAPO y el aeropuerto. Además de unos pocos amigos, el grueso de los asistentes se dividía entre los Reyna y los Grimaldi. Estos últimos, evidentemente diferenciados por la piel blanca y los frecuentes ojos claros. Élfego sostiene tener un parentesco con el desaparecido príncipe Rainiero de Mónaco, por el apellido común. Pudiera ser. En la reunión había varias sobrinas nietas suyas que llamaban mucho la atención…

En honor a la edad y gustos del festejado, tocó el grupo rocanrolero El Tren, con el guitarrista y otros integrantes contemporáneos suyos y en la batería su hijo, Amauri, como treinta años menor que los demás. Desde luego predominaron temas de los Rolling Stones, Janis Joplin, los Creedence y otros coetáneos nuestros. Cercano amigo del cumpleañero, estaba Isidro, bajista de un grupo de rock muy pesado desaparecido hace medio siglo, Los Apóstoles, cuyo nombre provocó protestas de la Iglesia que llegaron incluso a los noticiarios de televisión. Con Élfego hicimos corrillo Isidro y yo, y cada vez que alguien se acercaba a felicitarlo, presentaba a Isidro como si el recién llegado fuera de nuestra generación: “Isidro, uno de Los Apóstoles”, ante la cara azorada del visitante. Ya con varios mezcales puestos, nos reíamos a carcajadas. Decía este apóstol que ya no estaba dando la mano de canto para saludar con un apretón, sino con la palma hacia abajo para recibir un ósculo.

Élfego y el apóstol se dicen compadres, pues en un viaje de aventón cuando eran muy jovencitos, compraron una fruta para dividirla. Ante la pregunta del precio, el marchante les dijo: “A veinte el plátano”, y entonces, mañosos, escogieron uno que venía “cuate” y lo cortaron en dos. Complaciente, el frutero sentenció: “Ahora van a ser compadres el resto de su vida”.

La comida fueron tacos de guisados, primos o quizá abuelos de los tacos acorazados morelenses: la tortilla, una cama de arroz y un guisado; la única diferencia era que había frijoles refritos, que nuestros acorazados no llevan. Había de papa con longaniza, rajas con crema, bistec en pasilla, chicharrón en salsa de jitomate, tinga de pollo (aunque la clásica es de res), papas con rajas y pollo en salsa verde. Por supuesto, salsas adicionales para escoger.

Yo colaboré con un mezcal artesanal de agave silvestre que me consigue mi amigo cantautor, poeta y escritor Isaías Alanís, jiutepecano de hueso colorado. Es tan artesanal esa delicia, que bien a bien no sabemos de qué especie de agave se trata ni de la graduación que tiene, pues lo hacen en un ranchito perdido en la sierra cercana a Chichihualco, en Guerrero. Salen a buscar agaves al monte y los procesan con leña al lado de su casa, sin ninguna clase de aparato de medición.

Solo me debe Élfego cumplir una promesa: llevarme a un puesto dominical en Chalco donde venden ¡pollos rellenos de carnitas ya listas, cocidos en el hoyo de la barbacoa!

 

 

José Iturriaga de la Fuente