

De Guanajuato a Acapulco
En los frecuentes viajes a la ciudad de Guanajuato para acampar con nuestra casa rodante en un céntrico trailer park, casi a diario hacía yo el desayuno en nuestra terraza, afuera de la camper, pero en ocasiones bajaba a la ciudad para comprar unos tamalitos calientes: de acelgas con queso, de salsa verde con queso y de salsa roja con carne, siempre con unos panes de agua para acompañar.

En incontables visitas a Guanajuato, nunca antes había identificado unas gorditas sui generis de consumo muy extendido: a una tortilla pequeñita se le dan cuatro pellizcos equidistantes que le levantan la orilla, quedando como cazuelita con el borde cual holán; nada más se le agrega papa y salsa.
Mas no se crea que solo mis gustos callejeros imperaron en ese viaje. A Silvia debo consentir y, así, fuimos a conocer Casa Mercedes, de unos queridos amigos que varias veces nos habían invitado, Luzma y Jesús Cárdenas. El lugar es acogedor, con una elevada vista privilegiada (y además nos reservaron la mejor mesa para disfrutarla). Aunque el menú es muy tentador, preferimos ponernos en manos de nuestros anfitriones y nos fue de maravilla. Entre varias ricuras más, fueron memorables una crema de frijol con chicharrón asimismo hecho crema, un pollo rostizado con pipián –de sofisticada tecnología- y un chile colorado relleno de queso con salsa blanca. La deliciosa comida solo rivalizó con la generosidad de los Cárdenas. Cuando pedí la cuenta al mesero, lo que nos trajo fue una botella de fino mezcal, para llevar.
Otro día fuimos a desayunar al restorán Puscua, en la antigua carretera a Silao, precioso lugar colonial y jardinado que el inolvidable chef Jesús –hijo de los Cárdenas- había convertido en sitio emblemático con sus aplaudidas creaciones; su nombre completo es “Puscua: Cocina de Herencia”, y se lo tiene bien ganado (hijo de tigre, pintito). Silvia desayunó un chile ancho relleno de chilaquiles y molletes de nata y yo una birria de lengua de res y rollitos con cajeta casera. Excelente café al lado. Siempre vamos a extrañar a Jesús.
Guanajuato siempre me recuerda una vieja vivencia, de hace un medio siglo, con mi primo Manuel. Fuimos a ver las momias al panteón, que entonces no estaban colocadas en un museo formal como ahora, con cédulas explicativas, iluminación e instalaciones museográficas especializadas. En aquellos años los cuerpos estaban casi amontonados, parados todos dentro de una larga vitrina, dentro de una prolongada bóveda de cuyo techo destilaban goteras. Después del macabro espectáculo, salimos a la parte exterior del camposanto y vimos una hoguera donde incineraban al aire libre un montón de restos humanos: huesos con harapos pegados, trozos de cráneos con cuero cabelludo adherido, dedos con uñas y otros despojos. Un viejo enterrador atizaba el fuego y nos explicó que se trataba de momias que se estaban pudriendo por la humedad. Entre todo aquello vi un cuerpo masculino casi completo y con el cráneo desprendido que aún no era pasto de las llamas y le propuse al amable señor que me sacara a la calle el cráneo dentro de una bolsa. Lo salvé del fuego por quince pesos.

Yo tenía unos veinte años y vivía con mis papás; en una cubeta con alcohol y utilizando un cepillo, limpié el cráneo de restos de piel y demás impurezas. Quedó impecable y lo tuve en mi recámara, colocado sobre un enorme y vetusto misal, algún tiempo en esa casa y luego muchos años, ya viviendo por mi cuenta. Cuando nació José Eugenio, su mamá me obligó a guardar mi reliquia. Años después, la desempaqué y volví a exhibirla. Luego con Silvia volvió a pasar lo mismo y el cráneo regresó a las profundidades de un cajón embodegado durante tres lustros. Cuando nos venimos a vivir a Cuernavaca, hace 19 años, por razones de espacio le pedí a Will (Wilfrido Maldonado, un amigo zapoteca muy apreciado por mí; trabajamos juntos muchos años) que me guardara en su casa varias cajas con mi colección de fósiles y otras cosas, entre ellas mi cráneo de momia guanajuatense. Hace poco le pedí a Will algunos de mis fósiles y le pregunté por el cráneo. Me confesó que nunca lo guardó en su casa, pues se lo había llevado a mi hermana Yuriria para que lo guardara en la suya (tiene mucho espacio), pero que no le dijo el contenido la caja, solo que era mía y que por favor la guardara. Me divirtió el mañoso ingenio de Will para desprenderse del escatológico encargo. Poco después disfruté poniendo al tanto a mi hermana acerca de la clase de objeto que tenía guardado en su bodega; no le hizo mucha gracia. Menos a mí, cuando tiempo después supe que había quemado el cráneo con todo y caja, sin abrirla, en el patio de su casa. Un litro de gasolina facilitó el acto de vandalismo.
Pero quitémonos el mal sabor de boca con otra cabeza. En el mercado de Acapulco me conseguí una gran cabeza de robalo que pesó casi tres kilos, y me la cortaron en trozos. Cuando cocino en La Torre, aunque estamos en un piso alto, los aromas de mis guisos llegan hasta el lobby, pues el edificio tiene un espacio interior que lo atraviesa completo. Ahora hice un caldo de cabeza de pescado, a partir de un recaudo de ajo, cebolla y jitomate que cociné en aceite de oliva, con unas hojas de laurel y unos seis chiles serranos (enteros, para que no picara mayormente y solo quien quisiera cortara uno en su plato). Teo, ya experto, me pidió que le sirviera un trozo con ojo, que se despachó encantado. En mi caldo yo me serví el otro ojo, con los diversos tipos de cartílagos, de texturas y sabores exquisitos que tiene la cabeza, ¡qué caldo!, había que ver a Teo disfrutándolo.
