

Mamilas electrónicas
Teo, mi nieto, ya está en cuarto semestre de preparatoria en el Tec de Xochitepec. Ayer que, saliendo de la escuela, vino a casa y se quedó a dormir, me impresionó porque llegó con un robot con forma de bebé, muy realista, con todo y su mamila y pañales. L@s jóvenes están recibiendo un curso de paternidad responsable (¡hey, transgresores del idioma! ¿Cómo le hacen para conjuntar los términos de paternidad y maternidad? No me digan que peternidad… Son capaces). Pues resulta que el Tec tiene varios de estos robots, programados para llorar -con un realismo sorprendente y desesperante- cuando tienen hambre o cuando es necesario cambiarles el pañal o sacarles el aire. A control remoto, una computadora manda la señal para llorar y registra la reacción del estudiante y su tiempo de respuesta. Ante el llanto, el joven primero debe darle de comer a su bebé, con una mamila electrónica; si sigue llorando, debe cambiarle el pañal, y si continúa plañendo lo carga y le da unas palmaditas en la espalda para que eructe. Con eso debe bastar. La programación del llanto del robot hace que el “papá por un día” (o mamá) se levante varias veces durante la noche. De seguro que la familia del joven debe quejarse: “¿Y yo qué culpa tengo?” No me imagino el suplicio que debe ser la descompostura del robot y que no pare de llorar.

Teo me contó que, en efecto, un robot se descompuso, pero al revés: nunca lloró, y el joven papá estaba muy mortificado. Otro caso fue el de unos muchachos maldosos que le escondieron el bebé en un locker a un compañero, hasta que el llanto reveló el escondite. Muy divertido se la pasó un bebé que lo llevaron a una fiesta y apareció en fotografías que subieron a las redes abrazando una caguama.
El bebé de Teo me recordó a los míos. Hace medio siglo le hacía unas papillas a Eugenio moliendo en la licuadora verduras con caldo de pollo e higaditos; su mamá protestaba… El resultado es que mide 1.90 y es un gran deportista.
Tanto a Eugenio como a Emiliano (veinte años menor) desde muy pequeñitos les fui dando a probar sabores que por lo general no se dan a los niños, abriéndoles el universo del paladar (con Teo lo he hecho igual y hay que verlo comer pancita, moronga, patas de pollo, sesos y más).
Cuando Emiliano tenía unos seis años, los meseros se sorprendían cuando el niño pedía unos ostiones en su concha; volteaban a vernos a Silvia y a mí, como preguntando si era cierto. Por supuesto que sí lo era.

Entre el pueblo mexicano es muy usual que a los bebés les den una tortilla enrollada como taco para que la mordisqueen, costumbre que yo siempre seguí con mis hijos, fiel miembro de mi comunidad. Y asimismo enseñarles a comer chile desde chiquitos (incluso confrontando la sensata opinión de sus respectivas mamás).
Toda mi vida fui campista y el primer viaje en camper de mis hijos fue a las cuatro o cinco semanas de nacidos. Con Eugenio teníamos que llevar una esterilizadora para las mamilas. A Emiliano ya le tocaron mamilas desechables, con una bolsa de plástico al interior de la botella.
Por cierto que, cuando nació Emiliano, regresamos del hospital a la casa con el bebé en brazos. Había que complementar la leche materna con “fórmula” (¡qué ridícula expresión!) y yo me encargué de la preparación. Al darle la mamila, el niño chupaba y chupaba y lloraba y lloraba. Pobrecito, ¡estábamos desesperados Silvia y yo!, no sabíamos qué hacer… hasta que descubrimos que los chupones nuevos de la mamila no traían agujero; había que hacerlo. Tontos los fabricantes, ¿no?
A propósito de educarle los paladares a los niños, me irrita cuando en algún restorán oímos pedir a la familia de la mesa de al lado: para la señora un caldo tlalpeño y un pipián con espinazo de puerco, para el señor una sopa de médula y un manchamanteles, “y al niño un caldito de pollo con un poquito de pechuga desmenuzada”. ¡Inocente criatura! Y para acabarla de amolar, con pechuga (la parte más seca del pollo. En casa, cuando compramos un pollo rostizado, primero se acaban las piernas con muslo, luego los alones, yo remato con la rabadilla y el huacal, y la pechuga se hace al día siguiente en taquitos dorados o en salpicón).

Por supuesto que yo enseñé a Eugenio a nadar, a andar en bicicleta y en patines, era apenas treintañero. Pero con Emiliano, dos décadas después, tuve que volver a comprarme esos juguetes rodantes. Yo, cincuentón, echaba el bofe corriendo atrás del niño en bicicleta y, sí, le enseñé a andar. Y me di fuertes porrazos, pero aprendió también a patinar. Hace un par de años fuimos los dos a las Islas Marías y después de un cuarto de siglo volví a subirme a una bici. No me caí, que ya fue mucho.
Cuando Emiliano ya caminaba bien, como a los tres años o menos, yo “lo soltaba” en lugares seguros (como centros comerciales, aeropuertos e incluso dentro del avión) y lo animaba a deambular solito, a irse caminando por donde quisiera; a prudente distancia, yo iba cuidándolo de posibles tropiezos o riesgos (escaleras, adultos distraídos, perros). Le hizo bien.
Hoy mis hijos son buenos comelones y cocineros. Eugenio más universal, Emiliano más selectivo.
*Historiador.

