El Amor Duele
Estaba en el trabajo cuando mi teléfono vibró. Miré la pantalla y vi el nombre de una de mis mejores amigas, de esas que en la juventud compartieron contigo risas, desvelos y secretos, y que con el tiempo dejan de ser sólo amigas para convertirse en familia.
No hablábamos por teléfono desde hacía mucho. Nos manteníamos conectadas a través de mensajes llenos de memes y actualizaciones rápidas, como si eso fuera suficiente para no perder el hilo de nuestras vidas. Pero una llamada era algo inusual. Le escribí enseguida: “Estoy en una reunión, te llamo más tarde. ¿Estás bien?” Su respuesta llegó casi al instante: “Sí, sólo quiero hablar”.
Sentí un nudo en el estómago. Sabía que cuando alguien dice “sólo quiero hablar”, lo que realmente quiere es ser escuchado porque algo está doliendo.
Cuando finalmente la llamé, sus palabras llegaron atropelladas y cargadas de tristeza. Me contó lo mal que la estaba pasando en su relación, cómo no se sentía amada, ni respetada, ni valorada. Escuché en silencio mientras mi mente se preguntaba por qué aceptamos tan poco cuando sabemos que merecemos más.
Guardé silencio, aunque dentro de mí se libraba una batalla entre el instinto de consolarla y el impulso de gritarle: “¡Déjalo ya, carajo! ¿Por qué te quedas con migajas?” Pero no lo hice. Sabía que, en ese momento, lo último que necesitaba mi amiga era un juicio disfrazado de amor y preocupación.
Con la voz rota, me dijo:
—Ya sé que el amor duele, pero esto me está matando.
Escucharla me partió porque yo había estado ahí. Quise gritarle que no, que no es cierto, que el amor puede doler, pero no porque alguien nos haga daño, sino porque nos enfrenta con lo que nos falta. Pero me quedé callada. No porque no quisiera hablar, sino porque mi mente, mientras ella seguía hablando, me llevó a otra conversación, una que ocurrió hace siglos en un banquete donde estaban Sócrates y Platón.
Aunque, en mi imaginación e interpretación, esa escena no tiene nada que ver con Atenas. No hay columnas de mármol ni togas impecables. Para mí, todo sucede en una casa de pueblo, con una mesa larga bajo un árbol frondoso, un mantel manchado de vino y el aroma de carne asada y limones recién partidos. Es más, una reunión entre amigos borrachos, donde las verdades se sueltan entre risas y tequila, que una discusión filosófica solemne.
Me gusta imaginar a Sócrates como ese amigo que siempre llega tarde, con la camisa arrugada, el cabello alborotado y esa tranquilidad desconcertante que solo tienen los impuntuales. Platón lo observa con resignación, y con un gesto simple, lo pone al tanto de lo que han estado discutiendo.
—Estamos hablando del amor —dice Platón, dándole pie a Sócrates para que complique aún más la conversación.
Sócrates se deja caer en una silla, toma un trozo de pan y, mientras mastica, pregunta:
—¿Y qué han dicho hasta ahora?
Ahí comienza el caos. Uno de los comensales, con aires de superioridad, asegura que hay dos tipos de amor: el físico, efímero y fugaz, como el antojo de un taco al pastor, y el profundo, como una buena conversación que te deja pensando semanas después.
Otro, con pinta de informático, afirma que el amor no es algo exclusivamente humano, sino una fuerza cósmica que organiza el universo, como la gravedad. Sin amor, dice, ni las estrellas encontrarían su lugar en el cielo.
Al fondo, un hombre con la camisa manchada de guacamole y un marcado acento norteño interrumpe con singular alegría. Comienza a contar un mito sobre cómo los dioses partieron a los humanos en dos y los condenaron a buscar eternamente a su otra mitad.
Entonces, una mujer de cabello canoso se inclina hacia adelante y dice:
—El amor, para mí, es como un álbum de fotos. Lo guardas, aunque las imágenes no sean perfectas, porque no te atreves a soltar algo que un día significó tanto.
Sócrates interviene.
—El amor no es ninguna de esas cosas. El amor es falta.
—¡Ya estamos! —exclama Platón, mientras bebe un sorbo de vino—. Explícate, Sócrates, que no tenemos “el chichi pa’ farolillos”.
Sócrates asiente.
—El amor nace de lo que nos falta, de ese vacío que sentimos dentro. Amamos lo que no tenemos. Pero cuidado, esa falta no siempre la puede llenar otra persona. A veces, lo que nos falta es algo que sólo podemos encontrar en nosotros mismos. Amamos porque deseamos llenar esa ausencia.
—Entonces, ¿el amor siempre duele? —susurra alguien.
—El amor puede doler, sí, pero no porque alguien nos haga daño. Duele porque nos confronta con nuestra incompletitud. Nos recuerda constantemente lo que nos falta. Pero ese dolor no es malo, es lo que nos impulsa a crecer, a buscar, a ser mejores.
La mujer suspira.
—¿Y qué hacemos con esa falta, con ese vacío?
—Lo cruzamos. El amor es un puente, un lugar de tránsito. A veces lo cruzamos acompañados, pero muchas veces lo hacemos solos.
Volví a la voz de mi amiga al otro lado del teléfono. No le dije que su pareja era un imbécil ni le aconsejé que lo dejara. Solo le hablé del amor. Le dije que el amor es un puente que cruzamos para buscar lo que nos falta, pero no siempre lo hacemos con alguien más. A veces, la única forma de cruzarlo es con uno mismo, y que el amor propio es lo único que hace que el puente sea transitable.
Imagen cortesía de la autora