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Roscas Imperfectas

 

Hace 25 años, cuando mi familia y yo emigramos a Estados Unidos, aprendimos que la distancia no solo se mide en kilómetros, sino también en sabores. En nuestra nueva ciudad, encontrar una taquería medianamente decente era tan improbable como que alguien supiera qué era un taco al pastor sin confundirlo con una tortilla rellena de carne molida de Taco Bell. Cada vez que alguien mencionaba la palabra “taco”, sentíamos un nudo en la garganta, una mezcla entre tristeza y rabia. Porque lo que ellos llamaban taco, nosotros lo llamábamos herejía.

Recuerdo las sobremesas en casa, esas donde el postre y el café siempre venían endulzados con recuerdos. Entre risas y suspiros, hablábamos de cuánto extrañábamos los tacos de carnitas de «El Michoacano», los de cocido de «El Vale» y los de pastor de «El Porky». Aquellos hombres no eran simples taqueros; eran alquimistas de nuestra infancia, magos que transformaban una tortilla con carne en una experiencia gastronómica inigualable. Para nosotros, sus tacos tenían por lo menos tres estrellas Michelin, otorgadas no por la crítica, sino por la barriga y el corazón.

Siempre había un momento en esas conversaciones en el que las palabras se apagaban y el silencio se hacía pesado, como si nadie quisiera ser el primero en admitir que el recuerdo dolía. Era entonces cuando, sin mirarnos siquiera, entendíamos que era mejor cambiar de tema, porque la nostalgia, cuando pesa demasiado, aplasta. La lejanía en el exilio tiene un sabor extraño, es una mezcla de limón, sal y vacío que se queda permanentemente en la garganta.

Antes de emigrar, haces una lista mental de lo que necesitarás para empezar de nuevo. Empacas lo que crees indispensable: tus jeans favoritos, tus zapatos menos desgastados, las fotos de tus seres más queridos, documentos importantes y, si eres prevenido, una botella de salsa Valentina. Pero nadie te advierte que no hay maleta, por grande que sea, capaz de llevar los olores de tu infancia. No puedes embalar el aroma del café de las mañanas en casa de tu madre, el chisporroteo de las cazuelas mientras tus tías cocinaban las cenas de navidad, ni ese olor a chocolate caliente que te servía tu abuela mientras te daba un beso en la frente.

No sé exactamente cuándo mis padres decidieron convertirse en taqueros; quizás fue un acto de supervivencia emocional, porque, de repente, nuestra cocina se transformó en el epicentro de los mejores tacos de todo Texas. Mi papá, con su talento natural para cocinar, encontró en las ollas y el cuchillo una nueva forma de expresarse y ensayó hasta el cansancio las recetas de carnitas y cocido, mientras mi mamá, con esa paciencia infinita que solo las madres tienen, logró dominar el arte de hacer tortillas a mano, tan perfectas como las del mercado en México.

Dicen que echando a perder se aprende, y en nuestra casa hubo tortillas que no pasaron la prueba y carnes que se quedaron a medio camino. Pero poco a poco, sus tacos evolucionaron hasta lo glorioso y, sin que nos diéramos cuenta, esos tacos lograron algo que creíamos imposible, nos curaron la nostalgia. Cada bocado era una caricia al alma, una forma de recordarnos que, aunque estábamos lejos, no teníamos por qué sentirnos desarraigados.

Mis padres me enseñaron que, cuando no tienes lo que quieres o necesitas, hay que buscarse la vida para conseguirlo, porque la nostalgia de lo que dejaste atrás por perseguir un sueño duele menos cuando la mente y las manos están ocupadas construyendo, cocinando o inventando algo que dé sentido a lo que anhelas.

Hace tres años me encontré en una situación parecida. Aquí, en este rincón remoto de la costa este americana al que nos mudamos, nadie tiene idea de lo que es una Rosca de Reyes. Ni siquiera las palabras «Día de Reyes» provocan algo en ellos. Una noche, mientras preparábamos la cena, mi hijastra me preguntó con un poco de pesar en la voz: «¿Entonces no vamos a tener Rosca el Día de Reyes?».

Me quedé callada por un instante, con la mirada fija en la mesa, como si las vetas de la madera pudieran ofrecerme alguna respuesta. Podía optar por la salida fácil, decir algo como «Cariño, aquí no venden» y quedarme añorando lo que no teníamos, como si rendirme fuera una opción válida. Pero también podía hacer lo que mis padres me enseñaron con su ejemplo, levantar las nalgas del sillón, sacudirme la nostalgia y ponerme manos a la obra.

Con una rosca más seca que la arena del desierto del Sahara, risas imparables mientras intentábamos cortarla y la satisfacción de haberla hecho juntos, logramos mucho más que un simple roscón. Creamos memorias que nos hicieron sentir un poco más en casa, incluso en un lugar frio, sin familia, sin amigos y cubierto de nieve, donde todavía nos sentíamos extraños.

Los que estamos lejos, sabemos que las raíces no están en un lugar físico, sino en el corazón. Te aferras a ellas como un ancla, porque son lo que te conecta con quién eres y te dan dirección cuando todo lo demás parece incierto. El sabor de la nostalgia de nuestra tierra nunca se desvanece por completo, pero siempre encontramos formas de endulzarla, de transformarla en algo que nos devuelva la sonrisa.

Ojalá que todos los que nos fuimos siempre tengamos manos dispuestas a cocinar, corazones que jamás olviden y un amor que nos reinvente, que nos conecte con lo que somos y con la magia de aquello que nos hace felices. Feliz Día de Reyes.

Imagen cortesía de la autora

Elsa Sanlara