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Cómo sobreviví al examen de manejo de mi hijastra

 

Hay mañanas en las que te despiertas, te preparas un café y visualizas que será un día maravilloso. Pero el universo decide lo contrario. Hoy es el día en que llevas a tu hijastra de 16 años a su examen de manejo y terminas viviendo las cinco etapas del duelo antes de las 9 de la mañana.

Al llegar a las oficinas, yo estaba más nerviosa que ella, porque lo que estaba en juego era mi libertad. Si no pasaba el examen, seguiría siendo su Uber, su choferastra: una madrastra convertida en chofer, sin salario, sin horarios y sin propinas.

Cuando vi que la examinadora se acercaba, sujeté la mano de mi hijastra y, cerrando los ojos, murmuré:

—Padre nuestro, que estás en los cielos, ahí al ladito del satélite del GPS, protege a la niña en cada curva. No dejes que el espíritu de Checo Pérez se apodere de ella y, sobre todo, concédele tu gracia para aprobar. Libérame de ser la choferastra. Amén.

Abrí los ojos con una fe renovada. Si Dios creó el mundo en seis días, echarle una mano a la niña en un examen de manejo no debería ni despeinarlo.

Me acomodé en la sala de espera con una calma fingida. A mi alrededor, otros padres intentaban lo mismo, pero era evidente que nadie estaba relajado. Esto no era solo un examen de manejo; se trataba de nosotros, los choferes eternos, esperando la tan ansiada liberación del “¿me llevas?”.

Minutos más tarde, vi a mi hijastra y a la examinadora entrar. Ambas sonreían, y yo respiré aliviada.

—Bueno —dijo la examinadora—, tu hija ha hecho un buen trabajo, pero…

¿»Pero»? ¿Ha dicho «pero»? pensé mientras mi sonrisa desaparecía.

—… ha cometido pequeños errores y no ha acumulado los puntos suficientes para aprobar.

La voz de la examinadora comenzó a sonar distante, como si hablara desde un túnel:

—Tardó demasiado en poner la direccional al cambiar de carril… se detuvo un segundo más de lo necesario en el STOP… bla, bla, bla… y, además, debe mirar los retrovisores cada seis segundos.

¿¡Cada seis segundos!? La frase resonó en mi cabeza. ¿Es broma? Por fuera, asentía educadamente, pero por dentro, mi mente gritaba: ¡Desgraciada! Dale el aprobado a la niña. ¿Cada seis segundos?! Ni cuando me maquillo mientras conduzco miro tanto los espejos.

Mi cerebro, secuestrado por la amígdala, comenzó a disparar mentalmente insultos en inglés y español contra la examinadora. De repente, mi hijastra me dio un pequeño codazo, devolviéndome a la realidad.

—Todo clarísimo, muchas gracias —dije, con una sonrisa de manual mientras salíamos de la oficina.

Y ahí, justo en ese instante, las cinco etapas del duelo me golpearon sin piedad. Empecé por la negación:

—¡No puedo creer que te hayan suspendido por no mirar los espejos cada seis segundos! ¡Si no hay ni coches en este pueblo! ¿Quién te va a rebasar? ¿Un oso, un venado?

Sin pausa, agregué:

—Pero todo está bien, cariño. No pasa nada.

Ella solo asentía, resignada. Pero conforme arrancaba el coche, sentí que un calor subía por mi espalda. ¿Cómo es posible que no pasara? ¡Ha estado practicando por meses! Había entrado en la segunda etapa: la ira.

De repente, una señora se cruzó “a la mala” delante de mí. Bajé la ventanilla y grité:

—¡Trastornada! ¡Seguro que tu licencia la sacaste de la Cajita Feliz del McDonald’s!

Mi hijastra me miró con los ojos bien abiertos, intentando no reírse. Traté de calmarme, pero sin poder contenerme, mientras rebasaba a «Lady McDonald’s», le saqué el dedo de en medio, siguiendo los consejos de mi terapeuta de no reprimir mis emociones.

—Lo siento —le dije a mi hijastra, entrando en la etapa de negociación—. Ese dedo fue totalmente innecesario.

Ella se rió, lo cual me alivió un poco.

—Mira, esta tarde reprogramamos el examen para octubre. Borrón y cuenta nueva.

Intenté sonreír, respirando hondo para relajarme. Pero entonces caí en la cuarta etapa: la depresión. La realidad me golpeó cuando vi sus ojitos tristes, y me rompió el corazón. Me sentí como la peor madrastra del mundo; ni siquiera le había preguntado cómo se sentía.

—Perdóname, no te he preguntado cómo te sientes. ¿Estás bien? —le dije.

—Sí, yo estoy bien. ¿Y tú? —respondió.

—Yo también, cariño —le dije, dándole un apretón de mano.

Y entonces, graduándome como «señora mayor», solté:

—Los tiempos de Dios son perfectos. Todo pasa por algo. Quizás si hubieras aprobado hoy, habrías tenido un accidente. Dios, como siempre, nos está poniendo en el camino correcto.

—Lo sé, y me alegra que ya estés en la etapa de aceptación —dijo, dándome unas palmaditas en la espalda.

Fue en ese momento cuando me di cuenta de que había pasado por todas las etapas del duelo en menos de 15 minutos.

Y sí, aunque suene a consejo de abuelita, los tiempos de Dios son perfectos, aunque no siempre comprendamos por qué pasan las cosas. La vida es como una autopista llena de baches y desvíos inesperados, pero siempre te quita y te da lo necesario para aprender, crecer, darte en la madre y seguir avanzando. A veces, cuando parece que hemos perdido el rumbo, es solo cuestión de confiar en que existe un desvío perfecto, que nos llevará justo a donde debemos estar. Y con un buen GPS emocional, afinado por la experiencia y la terapia, no hay obstáculo que no podamos superar.

Imagen cortesía de la autora