

Cómo casi muero huyendo de un oso
Siempre pensé que, si un día me encontraba cara a cara con un oso, lo peor que podría pasarme sería que me alcanzara. Pero no. Eso no es lo peor.

Cuando vivía en Dallas, salía a caminar de madrugada, cuando la ciudad aún dormía. Era mi momento favorito del día. Oscuro y solitario, sí, pero nunca me dio miedo.
Pero aquí, donde vivo ahora, muy al norte de Gringolandia, la historia es otra.
De día, este lugar es idílico, los caminos parecen sacados de un cuento de hadas, pinos de más de 30 metros, el sol filtrándose entre las ramas como si Dios mismo estuviera supervisando la iluminación, manadas de venados paseando como Pedro por su casa.
Pero de noche, esto es otro universo. No hay faroles, solo sombras que se alargan entre los árboles. Las ramas crujen sin explicación, el viento se cuela entre los troncos como un susurro siniestro. Esto parece el escenario de El Proyecto de la Bruja de Blair, sin necesidad de cámaras ni micrófonos.

Aquí no hay crimen, no hay ladrones, no hay carteles ni asesinos seriales. Este lugar es más seguro que cualquier ciudad, pero aquí, hay osos. Grandes, peludos y salvajes.
Lo sé porque mis vecinos suben fotos. Documentan todo en la página de Facebook del pueblo y yo, solo de verlas, siento que me hago caca en los calzones. Imaginarme topándome con un oso mientras camino me da terror. Y, sin embargo, hace unos días pasó. Bueno, más o menos.
Salí a caminar distraída y dejé de prestar atención a la distancia. Seguí avanzando sin darme cuenta de cuánto me estaba alejando de casa. Cuando reaccioné, ya estaba oscureciendo.
Y entonces lo escuché.

Un crujido. No de ramas cayendo. No del viento. Algo pisaba hojas secas. Pesado. Grande. Moviéndose justo detrás de mí, a la misma cadencia de mis pasos. No tuve que verlo. Mi cerebro ya había decidido que era el pinche oso.
Entré en pánico. Y cuando digo pánico, me refiero a que empecé a correr como Montoya en La Isla de las Tentaciones, sin dignidad y sin mirar atrás.
Corrí sin pensar, con la sangre latiéndome en los oídos, el aire helado quemándome la nariz, los pies golpeando el suelo sin ritmo ni control, como una foca con pie plano. Para cuando crucé la puerta de mi casa, casi me da un infarto. Me doblé del esfuerzo, intentando recuperar el aliento con las manos en las rodillas, mientras una punzada en el abdomen me impedía enderezarme.
Mi hijastra me vio entrar hecha un desastre y corrió a auxiliarme. Pero yo solo logré emitir un sonido extraño, como un globo desinflándose. Me sobó la espalda, esperando que dijera algo coherente.

Respiré hondo y, con el dramatismo de quien acaba de sobrevivir a un apocalipsis zombi, dije: oso.
Sus ojos se abrieron como platos. ¿Me había perseguido un oso? Negué. ¿Había un oso afuera? Negué de nuevo. Ahora parecía que jugábamos Charadas, ella lanzaba preguntas con pánico creciente y yo, todavía doblada, negaba con desesperación.
Por fin logré beber agua y recuperar el aliento. Creí que un oso me estaba persiguiendo, confesé.
Me miró confundida.

—¿Pero viste un oso?
Negué otra vez.
—Entonces, ¿qué te perseguía?
Me encogí de hombros. Sinceramente, ni idea.
Tal vez un venado. Tal vez un pavo, un puercoespín. Tal vez nada. Pero en mi mente, en ese instante, era un oso enorme y hambriento corriendo detrás de mí. Y eso fue suficiente para que mi cuerpo activara el pánico total. Cuando se lo conté, me sentí absolutamente absurda.
Esa noche, mientras daba gracias a Dios por librarme de todo mal, me di cuenta de que los osos en mi vida son constantes. Y no todos viven en el bosque.
Me aterran cosas que nunca pasan. O peor aún, me aterran cosas que podrían pasar, aunque no haya evidencia de que vayan a pasar. Voy constantemente huyendo de osos que no existen.
Y sé que todos tenemos osos que nos persiguen a diario.
Ese temor constante de que algo malo pase, de que un oso (real o simbólico) se cruce en nuestro camino y nos arruine la tranquilidad.
Es el miedo a que te despidan y no consigas otro trabajo.
El miedo a decirle a tu pareja que ya no la quieres.
El miedo a confesar que no quieres tener hijos y decepcionar a alguien. O peor aún, tenerlos y no saber cómo ser suficiente para ellos.
Es el miedo a que tus padres envejezcan y que un día no puedan reconocer tu cara ni tu nombre.
El miedo a no llegar a fin de mes.
Es el miedo de que a un hijo le pase algo malo.
A que tu médico te diga: «necesitamos hacerte más exámenes urgentemente».
El miedo a que alguien descubra que no tienes tantas respuestas como aparentas, que estás tan perdido como todos los demás.
El miedo a que pase eso que, muy probablemente, nunca va a suceder.
Y cuando sucede algo realmente terrible—porque sí, la vida a veces nos lanza un oso de frente—nos damos cuenta de que hay opciones, de que vamos a saber reaccionar y salir adelante. Y justo ahí es cuando entiendes que lo peor no es toparte de frente con un oso, sino el tiempo que perdiste aterrorizado por si sucedía.
Esa noche, mientras agradecía a Dios, le pedí fuerza para que me ayude a combatir a los osos. No los que están allá afuera, sino los que tengo dentro de mi cabeza.
Imagen cortesía de la autora
