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Dime dónde vives y te diré quién eres

 

Si estás pensando en dejar a tu “peor es nada”, o si estás por lanzarte (otra vez) a la jungla del dating… esto es para ti.

Cuando firmé mi divorcio, no solo dejé un matrimonio, también solté una versión de mí que ya no me servía.

Después de meses de terapia, coaching y litros de vino tinto con amigas, me prometí que, si iba a volver al ruedo, esta vez lo haría con mapa, brújula y protocolo de FBI.

Como buena nerd emocional, hice mi lista. No de cosas físicas (aunque sí, la barba hípster y un buen trasero aparecían por ahí, no vamos a mentir), sino de lo que realmente quería, que era alguien que se hiciera cargo de su historia. Que hubiera sanado sus heridas más profundas o, al menos, supiera dónde las tenía. Alguien con casa emocional propia.

Porque nadie nos enseña a mapear nuestro territorio interno. Sabemos la calle donde está nuestra casa, cómo dar direcciones para llegar a ella, pero no sabemos explicar dónde habitamos emocionalmente.

Puedes mudarte de ciudad, cambiar de país o remodelar la cocina… y seguir viviendo en el cuarto de tu infancia donde mamá gritaba mucho, o en el sótano oscuro de un trauma mal resuelto.

Y ahí es donde empieza el problema.

Hay quienes, físicamente, viven solos, pero emocionalmente siguen rentando un cuartito en la historia de alguien más. Personas que habitan una relación actual, pero duermen abrazadas a la nostalgia de una pareja que ya se fue. Otras que viven con pareja, hijos y perro, pero arrastran los gritos del padre o la mirada de desprecio de la abuela.

Y cuando vives en una casa emocional que no es tuya, todo duele más.
Las paredes no te contienen, las ventanas no dan al jardín que soñabas, y el colchón, aunque nuevo, no es cómodo porque sigues llorando sobre la misma almohada vieja, apestosa y manchada de tus traumas.

Es justo ahí cuando uno debería aprender lo que los psicólogos llaman “relocalización emocional”. Porque hay recuerdos que son como casas llenas de moho, que por más que ventiles, siempre huelen a humedad.

Y sí, quizá ahí creciste, ahí se formó parte de tu identidad, pero también ahí aprendiste a tener miedo, a callarte, a no confiar.

Por eso me niego a creer que “todos los hombres son unos patanes” o que “todas las mujeres son unas interesadas”. No es que no haya personas valiosas. Es que no estamos haciendo las preguntas correctas.

Por ejemplo, Tinder, Bumble, Hinge y compañía solo te dicen si a la persona le gusta el crossfit, el sushi o la astrología, y te prometen que vas a encontrar al amor de tu vida con cinco fotos y una bio cursi.

Si por mí fuera, exigiría en el perfil de esas apps: nombre, edad, signo y última dirección emocional conocida. Porque una cosa es vivir en Manhattan, y otra muy distinta es seguir viviendo en casa de tu ex que te puso el cuerno en 2019. O en el comedor de tus papás, donde aprendiste que los sentimientos no se hablan. O en la habitación donde juraste no volver a llorar frente a nadie. O en ese clóset emocional donde escondes tu historia porque crees que nadie te va a amar si la conoce.

La verdadera pregunta sería, ¿dónde vives tú, de verdad? No para juzgar, sino para entender.

Porque todos tenemos una casa emocional. Algunos ya se mudaron, salieron corriendo. Otros siguen pagando renta donde el amor nunca llegó. Y algunos, los más valientes, están construyendo solos la suya, con las manos llenas de polvo, pero el corazón dispuesto.

Lo que duele no es estar solo. Lo que duele es habitar una casa emocional que no es tuya. Un lugar prestado, heredado, impuesto. Y vivir así siempre va a doler más, porque ahí no perteneces.

Yo he vivido en casas ajenas, incluso he intentado remodelarlas a mi gusto. He dormido en colchones emocionales duros como piedra y comido migajas de afecto en cocinas frías, sin alma y sin microondas.

Hasta que un día decidí construir mi propia casa. Empecé de cero, sin colchón, sin aire acondicionado, ni cortinas, pero era mía, M-I-A. Con mis reglas, mis errores y mis aprendizajes.

Y cuando estuvo lista (bueno, más o menos, porque siempre hay fugas y goteras), apareció él. No el hombre perfecto. No un ser iluminado con los siete chakras alineados ni dieta macrobiótica. Sino alguien como yo, un simple mortal con historia, con marcas, con partes rotas y otras reconstruidas. Y en ese deseo de seguir creciendo, nos reconocimos. Desde entonces compartimos techo, miedos y cobijas.

Así que, si hoy estás pensando en dejar a alguien que, aunque viva contigo, emocionalmente habita muchas casas ajenas —la de su ex, la de su infancia rota, la de sus traumas no resueltos—, quizá es momento de empezar a hacerle las preguntas correctas.

Y si estás buscando una nueva historia, asegúrate de que esa persona tenga casa propia.

Pero, sobre todo, asegúrate de que tú no sigas rentando en el pasado de alguien más.
Porque solo desde lo propio, el amor se vuelve hogar… y no un refugio temporal del que querrás escapar tarde o temprano.

Imagen cortesía de la autora

Elsa Sanlara