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El café no miente

 

Nunca subestimes lo que un café puede revelar. Y no, no hablo de lecturas esotéricas.
Tengo un Airbnb que alquilo a huéspedes que, en su mayoría, son gente normal, ya sabes, becados de postgrado que cenan Maruchan, divorciadas buchonas que usan skinny jeans o Godinez que jamás han tomado un curso con Aldo Rendón.

Me gusta que siempre haya todo lo necesario para que se preparen el café a su gusto.
Por eso, antes de que lleguen, les pregunto cómo lo toman: ¿Negro, con leche, con azúcar, con chisme, con lágrimas de ex?

Ellos creen que es cortesía. Pero la verdad es que es un mapeo de personalidad.

Por ejemplo, Thiago, 36 años, enfermero y venía a estudiar inglés, aunque siempre se comunicaba en portuñol, una mezcla de portugués y español que sonaba a samba. Tomaba café espresso, doble y sin azúcar. Lo bebía de pie, mirando por la ventana, como si estuviera vigilando algo… o a alguien. Siempre salía con una mochila y regresaba como si hubiera hecho senderismo todo el día… sin haber ido a clases.

Cuando se fue, encontré entre los cojines del sofá una libreta que parecía un diario. Obvio la abrí, esperando encontrarme con Las 50 sombras de Thiago, quien, por cierto, estaba más bueno que el pan remojadito en leche. Pero no, no eran sus memorias. Eran planos de casas, con medidas, con dibujos técnicos y notas en portugués que decían cosas como “estructura débil”, “doble pared”. Cerré la libreta de golpe, como si me quemara, cuando descubrí que los últimos planos eran de mi Airbnb. Había flechitas con etiquetas como “falsa pared”, “punto ciego” “alarmas”.

¿Psicópata con alma de arquitecto? ¿Espía en Erasmus?¿Fan de La Casa de Papel? No lo sabremos nunca, porque su perfil desapareció de Airbnb.

Después leí un estudio publicado en Appetite, que sugiere que quienes prefieren el café negro, sin azúcar y sin leche, tienden a tener rasgos de personalidad oscuros. Algo así como psicopatías ligeras, sadismo funcional. De esos que ven documentales de asesinos seriales para “relajarse”, organizan Exceles por placer y no lloran en los funerales. Desde entonces, no acepto bebedores de espresso doble en mi Airbnb.

También llegó Teresa, con dos maletas y un carrito de oxígeno conectado a la nariz. “No soy muy de café”, dijo. Sin embargo, cada mañana salía a comprar uno a la gasolinera. Café resignado, sin alma, como el que te sirven en los funerales de pueblo, café para los que ya no esperan nada de la vida.

La última semana de su estancia no hizo ruido, no encendió las luces, ni abrió las cortinas. Tampoco bebió ese café que parece agua de calcetín del 7-eleven. Simplemente, Teresa no salió. Me preocupé, la texteé sin respuesta y llamé a Airbnb, quienes me sugirieron entrar, pero me paralizó la idea de encontrarla sin vida.

Así que hice lo que haría cualquier persona con mi nivel de madurez emocional… o sea, nada. Pero, cuando los pensamientos intrusivos se intensificaron, y la imagen de Teresa petrificándose —cual momia de Guanajuato—en el sillón de mi Airbnb no me dejaba en paz, decidí entrar a la propiedad. Y justo entonces, me llegó un mensaje: “Hoy dejaré la propiedad. No necesito reembolso.” Había pagado dos meses y solo había estado veintiún días en la casa.

Cuando se fue, dejó un olor penetrante. No era humedad, ni era encierro. Era otra cosa. Mientras ventilaba la casa, pensé en una de mis amigas que trabaja en un hospicio, que me dijo una vez: “La muerte tiene olor. Es especial, te penetra, y una vez que lo hueles, no lo puedes olvidar” Y desde entonces, cada vez que un huésped no toca la cafetera, o solo bebe café de gasolinera… me preocupo. Porque siento que ya está tocando el timbre del más allá, esperando que San Pedro le abra la puerta.

Edmund era un profesor danés, mayor, con modales de otro siglo. Venía a dar clases en la universidad. Cuando le pregunté por sus preferencias de café, respondió sin dudar que flat white. Algo así como el primo soberbio del cappuccino, con menos espuma y más intensidad.

Una tarde, lo encontré sentado en la terraza, con una tetera y dos tazas sobre la mesa.
—¿Espera a alguien? —le pregunté.

—No exactamente —dijo—. Pero si alguien llega en el momento justo, me gusta estar preparado y no hacer esperar.

Me invitó a tomar el té, mientras hablábamos de arte, de café y de Dios. No sé qué le puso al té, pero terminé preguntándole cómo creía que le habría gustado el café a Jesús. Edmund respondió sin dudar que negro, fuerte y sin azúcar. Como la verdad, dijo, con esa solemnidad que solo puede tener un hombre que ha leído a Kierkegaard y sabe preparar té.

—¿Y tú? ¿Cómo crees que le habría gustado? —me preguntó.

Y le dije que, la verdad, no tengo ni pajolera idea de cómo le habría gustado el café a Jesús, pero de lo que sí estoy segura es de que lo habría acompañado con pan dulce.
Porque estoy convencida que “el flaco” amaba el pan tanto como yo. Porque solo un pan-adicto lo multiplicaría, lo repartiría y lo convertiría en símbolo eterno.

Edmund dejó el Airbnb impecable. En uno de los cajones de la mesilla de noche olvidó una Biblia muy desgastada, y dentro, una nota escrita a mano que decía: Isabela, cada vez que huelo café, vuelvo a ti. Pero desde que te fuiste, empecé a beber té. Y ahora sé que hasta la espuma del flat white se desvanece… si la haces esperar tanto.”

Nunca reclamó la Biblia. Y yo nunca le escribí para devolvérsela.

Después de tantos huéspedes, entendí que el café no es bebida, es lenguaje. Y si le pones atención, te cuenta verdades que nadie se atreve a decir.
Todos llegan con maletas, y se van dejando secretos. Algunos, incluso, fantasmas.

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Elsa Sanlara