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Amores Fugu

 

No sé si a ti también te pasa, pero cuando no puedo dormir, no me pongo a ver series. Las series exigen compromiso emocional, continuidad, y a las dos de la mañana una no está para compromisos. A esa hora, lo único que quiero es algo que no me pida nada, que se deje mirar sin exigencias. Por eso me gustan los documentales raros, de esos que empiezas por accidente creyendo que te van a arrullar, y terminas viéndolos con los ojos como platos y comiendo palomitas.

Así fue como terminé viendo uno sobre comida japonesa letal.

En la pantalla, un chef cortaba un pez con la precisión de quien desactiva explosivos. Todo era suspenso, el encuadre, la luz, la voz del narrador. Ese tipo hablaba con un tono tan suave que no sabías si estaba a punto de revelar un secreto familiar o de dejarte dormida babeando.

El documental hablaba del fugu, un pez globo que, si se corta mal, te mata. Así, sin drama, sin despedida. Tiene una toxina mil doscientas veces más potente que el cianuro, y no hay antídoto. En Tokio, solo lo pueden preparar chefs con licencia especial. En Europa de plano está prohibido. Y, aun así, la gente lo come. Lo reserva con anticipación, paga más de 150 dólares por una porción, y lo sirve en láminas tan delgadas que parecen pétalos transparentes. No lo hacen por el sabor —que, según dicen, ni siquiera es memorable—, lo hacen por lo que pasa antes del primer bocado. Por esa sensación de estar al borde, por ese temblor que recorre el cuerpo, cuando sabes que lo delicioso y lo letal están separados por una línea microscópica. Porque todos saben que la parte más rica del fugu es también la que está más cerca del veneno.

Dicen que el fugu no se come por hambre. Se come por la adrenalina.

Y justo ahí, entre el insomnio, la música ambiental y ese sashimi letal, sentí que yo ya había vivido eso. Sin haber estado jamás en Japón. Yo ya había experimentado el fugu, no en sushi, sino en forma de amores tóxicos.

Porque comer fugu debe ser como ese primer beso que ocurre cuando ya sabes que va a doler. Es el instante suspendido entre el deseo y la caída libre, cuando ya no hay marcha atrás. Es confiar ciegamente en que el chef no se equivocó y abrir los labios al filo del riesgo para sentir con la lengua lo que otros apenas se atreven a imaginar. Es saber que hay placeres que no llegan al estómago, ni a la cabeza, se quedan temblando en la piel.

Y sí, casi todos tenemos esa historia que no contamos en voz alta. Esa que no tiene anillo, ni nombre, ni estatus en Facebook. La que nunca tuvo un inicio claro ni un final digno, pero se quedó ahí, flotando como una canción incompleta. Yo también tengo la mía. Nunca la escribí completa, pero sé perfectamente cómo se siente, porque no fue pareja, no fue un amante de tiempo completo, no fue nada concreto… pero, durante un rato, lo fue todo.

No hay fotos, fechas ni mensajes guardados, porque se borraron en un arranque de dignidad. Solo quedan flashes emocionales que aparecen sin previo aviso, sobre todo cuando llueve. En México le decimos casi algo, en inglés lo llaman situationship, pero el cuerpo no sabe de idiomas, lo traduce como ese vínculo sin nombre, sin reglas, sin promesas, con una intensidad tan absurda que no sabías si estabas enamorada… o si solo eras adicta al vértigo.

Hay estudios que dicen que el amor intermitente activa los mismos circuitos cerebrales que las apuestas. Que ese sube y baja emocional engancha más que el afecto estable. Que ese diez por ciento de posibilidad de que hoy te trate bien es suficiente para que te quedes, aunque el noventa por ciento restante te haga pedazos.

A veces, tú, que te creías fuerte, madura, empoderada, te ves ahí otra vez, esperando su mensaje como si fuera oxígeno, como si no te hubieras prometido mil veces que esta vez no ibas a caer. Y un día, sin drama ni epifanía, simplemente decides que mereces un amor que no duela.

La madurez, aunque llegue tarde o a regañadientes, acaba alcanzándonos. No como una revelación mística, sino como una serie de decisiones pequeñas que empiezan, de pronto, a tener sentido. Aprendemos a no sentarnos en mesas donde hay que rezar para no salir heridas y a reconocer el hambre emocional antes de confundirlo con amor.

Con el tiempo —y con un par de revolcadas de la vida— aprendemos que el vértigo no es conexión. Que no todo lo que acelera el pulso merece quedarse.

Y un día, casi sin darnos cuenta, empezamos a elegir lo que nos nutre. Lo que no da miedo, lo que sabemos que se va a quedar y empezamos a querernos sin sobresaltos, sin dudas, sin juegos.

Cuando eso pasa, el amor ya no sabe a peligro disfrazado de placer. Ya no es fugu. Es sopa caliente. Es hogar.

Imagen cortesía de la autora

Elsa Sanlara