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Ni de aquí, ni de allá

 

No recuerdo la primera vez que me sentí inmigrante, lo que sí recuerdo es la primera vez que me dolió. Fue hace un par de años, en un mercado en Mérida, Yucatán. Había vuelto de vacaciones a mi país, mi patria de los recuerdos, de las calles estrechas, de las tortillerías que huelen a infancia. Decidí salir a caminar antes de que saliera el sol.

Era noviembre y estábamos a unos 15 grados. Yo iba en shorts y con una camiseta, y mientras la ciudad empezaba a despertarse, vi cómo la gente salía de sus casas en suéteres y chamarras de invierno. Yo parecía estar disfrutando de mi verano, mientras ellos parecían listos para cantar “los peces en el rio”.

Después de sudar la gota gorda por la humedad y la caminata, decidí entrar a un mercado a comprarme un licuado de chaya. Si nunca has probado la chaya, imagina que la espinaca y el cilantro tuvieron un hijo rebelde con alma de planta medicinal. Es amarga, verde y con super poderes.

Cuando pedí el licuado de piña, naranja y chaya, la chica del otro lado del mostrador me preguntó algo, que no escuché.

Me acerqué un poco más, sonreí y le dije:

—¿Perdona?

Y ella, sin saber que iba a romper algo, me respondió:

Ice? —en inglés, levantando una bolsa con hielo.

Sentí una bofetada sin mano que hizo que la sangre me empezara a hervir por dentro, como caldo de frijoles olvidado en la estufa, a punto de derramarse.

—¿Por qué me hablas en inglés? —le solté, apretando los dientes para no gritarle y haciendo un esfuerzo sobrehumano por no saltar el mostrador y sacudirla como a una piñata hasta que se disculpara—. ¡Soy mexicana! ¡Color cartón como tú, mana! ¡Soy de aquí!

Pero no. La realidad es que ya no lo era del todo.

Salí del local cargando mi licuado con ice y un pinche nudo en la garganta, de esos que no ahogan, pero raspan.

El enojo no era con ella. En realidad, nunca fue con ella. Era con lo que vi reflejado en sus ojos, porque me vio como una extranjera.

Por primera vez me sentí foránea, y no porque lo fuera, sino porque así me leyeron. Como si mi piel, mi acento y el nopal en la frente no alcanzaran para explicar de dónde vengo.
Y eso, cuando caminas por la tierra donde naciste, no duele como un rasguño. Duele como si te cortaran la piel con hojas de papel, de esas heridas silenciosas, invisibles, que no se ven por fuera, pero que arden por dentro.

Ese día entendí lo que nadie te dice cuando emigras, que quizá nunca vuelvas a pertenecer por completo a ningún lugar.

Porque donde estás, tu nombre, tu acento, tu risa escandalosa, tu forma de ver el mundo, siempre te delata. Y donde naciste, ya no te cabe la ropa del alma, porque cambiaste, creciste.

Ser inmigrante es vivir con el corazón partido. Es extrañar algo que no sabes exactamente qué es, pero que se activa con un olor, una canción o un sabor. Ser inmigrante es aprender a reescribirte sin borrar lo que ya estaba escrito, como esos casetes de los ochenta. De esos que grababas encima una y otra vez, que rebobinabas con una pluma, que ponías en pausa, avanzabas, y, aun así, si escuchabas con atención, ahí estaban las voces viejas, las canciones de siempre, el anuncio de radio, la abuela diciendo: “ya está la comida”.

Eso somos los que nos fuimos. Nos han grabado encima con nuevos idiomas, nuevas amistades, costumbres y membresías del Costco. Pero debajo, la cinta original sigue sonando. Somos entrecanciones, almas de casete antiguo, de esas que tienen un lado A que no se borra y un lado B que suena cada vez más fuerte.

Y eso no es pérdida, es riqueza. Todos, de alguna forma, vivimos en ese espacio que no sale en los mapas.

Como dijo Homi K. Bhabha, el hogar del migrante no está en un lugar, sino en el espacio entre los lugares…

Y lo dijo alguien que había nacido en la India y que, viviendo lejos de su tierra, sabía bien lo que significa habitar entre mundos, entre idiomas, entre recuerdos. Alguien que había aprendido, como muchos de nosotros, a pertenecer a medias.

Y aunque a veces ese espacio duela, también es ahí donde nos reconstruimos. Porque, aunque no seamos de aquí ni de allá, somos un constructo de afectos, lenguas, sabores y memorias, tejidos con nostalgia y necesidad.

Y si tú, que estás leyendo esto, nunca has emigrado, pero conoces a alguien que sí —una amiga, un primo, una colega—, ojalá no lo juzgues por parecer cambiado.
No es que haya dejado de ser de aquí, es que irse te parte en dos. Y eso, desde afuera, no se entiende.

Tendrías que haberte ido tú también. Tendrías que haber sentido lo que es llorar por extrañar un olor que ya nadie huele, cargar la nostalgia como bolso de mano, aprender a decir adiós sin fecha de regreso y a responder “bien” cuando todo en ti grita “me estoy rompiendo”.

Tendrías que haberte reconstruido con pedazos que ya no encajan del todo, con palabras nuevas, con recuerdos que empiezan a desdibujarse sin pedir permiso.

Solo entonces sabrías que no nos fuimos solo por aventura. Nos fuimos por amor a algo, a alguien, o simplemente para sobrevivir.

Y aunque ya no sepamos con certeza dónde queda el “aquí”, te juro que nunca hemos dejado de llevarlo dentro.

Imagen cortesía de la autora

Elsa Sanlara