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Anticuchos Anti-envejecimiento

 

Nunca imaginé que, en vez de un frasco lleno de cremas mi mejor antídoto contra el envejecimiento vendría en palitos de corazón de ternera.

No era mi primer rodeo comiendo corazón. Cuando vivía en Texas, cada mes pedía uno a un rancho local y lo iba consumiendo de a poquitos. No por antojo, ni porque la textura fuera como comer kobe —que va—, sino porque, según las redes sociales, era casi como masticar la fuente de la juventud.

Que si comer corazón crudo te da energía nivel conejito de Energizer, que si te ayuda a envejecer más lento que Cher, que si la coenzima Q10 del corazón es como ponerles gasolina premium a tus células.

Y yo, que ya llegué a esa edad en la que, si me dicen que algo untado, masticado o frotado ralentiza el envejecimiento, ni pregunto a qué sabe ni cómo huele, simplemente lo hago.

Así que, por si las dudas, ahí estaba yo, masticando pedazos de órgano y soñando, con toda la fe del mundo, en convertirme en una versión más joven, más fuerte y menos oxidada de mí misma.

Casualmente, hace unos días, recibí la llamada de una de mis amigas peruanas que me invitaba a comer anticuchos a su casa. Dije que sí sin pensarlo.

¿Que qué eran los anticuchos? No lo sabía ni me importaba.

La última vez me había invitado a su casa a comer un platillo llamado “causa”, otro nombre que suena más a proceso legal que a receta, y salí de ahí con el estómago lleno y el corazón feliz. Obviamente no iba a arruinar la racha preguntando detalles innecesarios.

Si algo me da curiosidad de la cocina peruana es quién diablos les pone nombre a sus platillos. ¿Un poeta? ¿Un montañero? ¿Un chef que se droga mientras cocina? Nunca lo sabremos.

Era sábado y llovía a cántaros, y como por arte de magia, mientras hablábamos de cosas de señora —ya sabes, dolores de rodilla, bótox y estimuladores clitorianos—, la lluvia nos dio una pequeña tregua.

Salimos al patio, armamos los anticuchos, trozos pequeños de carne marinada pinchados en palitos de madera, y encendimos el asador.

Mientras ayudaba a ensartar los trozos en los palillos, reconocí la textura entre mis dedos.
—¿Qué carne es? —pregunté.
—Corazón —respondieron.
Sonreí, y pensé en cuántas vueltas da la vida.

Tantos años comiendo corazón por disciplina y ahora, por primera vez, iba a darme un festín de corazón, pero acompañada, riéndome, escuchando historias de inmigrantes como yo, que cocinan con nostalgia para no morirse de ella.

Cuando finalmente nos sentamos a la mesa, mis amigas se miraban con la satisfacción de quien ha ganado una batalla invisible.

—¡Están mejor que la última vez! —decían, super orgullosas de sí mismas.

Ese brillo en sus ojos no era solo por la receta, sino por el milagro.

Porque cuando vives lejos y logras replicar un sabor que sabe a hogar, aunque sea por unos segundos, te teletransportas a tu tierra, a tu infancia, a tu gente.
Y eso, en sí, es un milagro.

Después de una larga sobremesa me di cuenta de que eran casi las siete de la tarde.
No había ido al gimnasio, ni había caminado mis pasos diarios. No había hecho absolutamente nada de mi rutina de adulta funcional.

Y de repente sentí las voces en mi cabeza diciéndome:
«Te vas a oxidar.»
«Si no hiciste ejercicio no vas a dormir bien.»
«Tu digestión va a ir fatal porque has comido de más y no te has movido.»

Al poco tiempo me despedí y me subí al coche mientras intentaba acallar las voces en mi cabeza, porque no, no iba a moverme hoy, no iba a ir al gimnasio y todo iba a estar perfectamente bien.

En otra época de mi vida habría llegado como poseída a casa, me habría puesto las licras y habría salido a caminar, poseída por el espíritu de Forrest Gump.

Ayer no. Por decisión propia, porque estoy intentando darle a mi vida balance y porque si algo bueno tiene hacer limpieza en tus redes sociales y quedarte solo con expertos de verdad, es que aprendes que la gente que vive más tiempo y más feliz no es la que cuenta pasos ni macros, sino la que tiene una comunidad, una red de personas reales con quienes compartir la vida.

Y es que nos han vendido la idea de que las rutinas solitarias, el gym, el shot de vinagre de manzana orgánico, el ayuno de setenta y dos horas con agua alcalina, el caldo de hueso con polvos de placenta encapsulada, el baño de hielo y la pastilla de colágeno con lágrimas de unicornio son la ruta segura a la salud, la juventud y la felicidad.

Pero no nos estamos dando cuenta de que, en el camino, hemos ido perdiendo ese café largo entre amigas, ese plato compartido entre carcajadas, ese sábado de “hueva” donde no compites contra el reloj, sino que simplemente existes.

Y no. No hace falta cumplir con la rutina los trescientos sesenta y cinco días del año, ni palomear todos los «deberías», ni tener un skincare de veinte pasos antes de dormir.

Porque lo que de verdad importa, lo que cura, lo que sostiene, lo que salva, no cabe en ningún frasco de cremas antiarrugas ni en ningún suplemento milagroso.

Está en las mesas compartidas, en las risas lentas y en los abrazos que no tienen fecha de caducidad.

Imagen: ladydecluttered.com

Elsa Sanlara