

Llorando con Oprah
Oprah Winfrey me ha hecho llorar. No en persona. Ni porque me haya abrazado mientras me regalaba un coche frente a millones de espectadores. No. Me hizo llorar esta semana mientras veía una entrevista suya en YouTube donde hablaba con honestidad sobre su batalla contra la obesidad.

Oprah —sí, la que mujer que pasó de la pobreza extrema a convertirse en la mujer más influyente de la televisión, empresaria, y ahora flaca gracias al Ozempic— contaba que ha hecho todas las dietas del mundo.
Supongo que las mismas que hemos probado todos, esas que prometen resultados en siete días y te dejan sin ganas de vivir, pero con cintura.
Y, aun así, decía, bastaba salirse tantito de la dieta para que el peso regresara multiplicado y casi de inmediato. Y cuando eso pasaba, cancelaba eventos, dejaba de ir a fiestas y se escondía porque sentía que no debía mostrarse. Se sentía como un completo fracaso.
Pausé el video y me di cuenta de que estaba llorando. No discretamente, con lágrimas contenidas. No, estaba a moco tendido, con la garganta cerrada y el corazón apachurrado. Quizá si hubiera visto la entrevista otro día solo me habría conmovido, pero ese día fue la gota que derramó el vaso. Venía arrastrando una semana en la que el espejo era más enemigo que reflejo y sentía que mi cuerpo era algo que debía corregir, no habitar.
La próxima semana voy a dar una conferencia TEDx. Algo que ha estado en mi bucket list por años. Y aunque en teoría debería estar celebrando, la verdad es que he pasado los últimos días atrapada en un bucle mental que se parece más a una sesión de tortura medieval que a un sueño cumplido. Todo empezó en el ensayo general. Nos grabaron para revisar postura, tono, ritmo y sobre todo el lenguaje corporal. Lo de siempre. Pero el video lo hicieron con un celular, desde la primera fila, con la luz baja del teatro y un ángulo que ni a Jennifer Lopez le perdonaría la papada.
Cuando llegué a casa y vi el video, sentí que me explotaba la cabeza. Era como si todos mis defectos favoritos —los que he alimentado durante años de autocrítica— hubieran hecho un flashmob para arruinarme el día. La persona que grababa dijo en tono amable: “Perdón por el ángulo, no favorece a nadie”. Y no se equivocaba. La papada que me hacía ese encuadre era una mezcla entre Shrek y Fiona en día de resaca. Y no era juicio. Era mi verdad. O al menos, la que mi mente eligió ver.
Y entonces llegaron mis voces, las de siempre, las que creía dormidas, domadas, curadas, pero no, estaban ahí, agazapadas, esperando el momento perfecto para saltar, y lo hicieron como hienas hambrientas, susurrándome sin piedad: “Estás enorme. No deberías dar esta charla. ¿Quién te crees para pararte ahí?”. Me serví un café que no me terminé mientras pensaba en lo rápido que vuelven esas voces. En cómo volvía a hablarme con una crueldad que jamás permitiría que alguien usara con una amiga. Y, sin embargo, en mi cabeza, sonaba como verdad absoluta.
Al día siguiente, “por casualidad”, me crucé con la entrevista de Oprah. Y fue como verme en un espejo emocional. Me recordó todas las veces que me he escondido, que he dicho que “no puedo” o “no es el momento” solo porque no me gustaba cómo me veía. Porque sentía que no cabía. Ni en la ropa ni en el mundo.
La verdad es que muchas veces he cancelado cenas, celebraciones, he dejado de pedir que me incluyan en proyectos. No por falta de ganas, sino por exceso de inseguridad. Y no hablo solo del cuerpo.
A veces no tienes el coche ideal, el trabajo soñado, y tu cuenta bancaria tampoco te respalda. A veces, lo que no tienes es el tono de piel “correcto”. No vienes de una familia con contactos, estudiaste en una escuela pública, tu CV no presume intercambios en Suiza ni apellidos que abran puertas. Y aunque estás calificado, aunque tienes algo que aportar, te lo piensas tres veces. Y entonces empiezas a hacerte pequeño, a pasar desapercibido, a pedir permiso para existir, hasta que un día te convences de que estás de más.

Y eso también me pesa. La idea de que para ser escuchada hay que tenerlo todo resuelto. Como si no sentirte suficiente te prohibiera alzar la voz. Pero todos, en algún momento, nos hemos sentido fuera de lugar. Con el cuerpo equivocado, la voz equivocada, la vida incompleta. Y, aun así, merecemos estar.
No tengo un laboratorio ni fórmulas. No soy experta en neurociencia. Lo que tengo es una historia, hecha de dudas, de tropiezos y muchas ganas de compartir. Esta vez no pienso regalarle mis sueños a las voces que me dicen que no soy suficiente. Porque, aunque no sé si lo voy a hacer perfecto, sé que lo voy a hacer desde el corazón, desde mi verdad. Y eso ya es suficiente.
Y quizá esa sea la enseñanza más grande de toda meta, de todo desafío en la vida, que no se trata del escenario, del proyecto, ni de cómo te ves o de quién se supone que deberías ser. Se trata de mostrarse. De pararse ahí con miedo, con dudas, con cicatrices. De “saltar al ruedo”, con todas tus versiones, incluso esas que aún estás aprendiendo a querer.
Y si Oprah, con su trayectoria, con su éxito, con todo lo que ha construido, alguna vez se ha escondido porque no se sentía suficiente… entonces entiendo por qué nosotros, los simples mortales lo hemos hecho tantas veces.
Pero esta vez, queridas hienas de mi cabeza, no pienso esconderme.

Foto: macmagazine.com.br
