Hoy no, Satanás
Todos los días me despierto antes de que suene la alarma. Soy lo que ahora llaman una “morning person”, es decir, madrugadora, pero no siempre fue así. Cuando era niña, levantarme por las mañanas era un auténtico suplicio. Mi madre o mi padre tenían que venir tres o cuatro veces a mi habitación antes de que, finalmente, me arrastrara fuera de la cama para ir al colegio. Durante la adolescencia, aquello empeoró. Me volví experta en negociar esos «cinco minutitos más».
Hasta que, un día, durante una confesión con Don José María, un sacerdote del Opus Dei que era mi director espiritual soltó una frase que no supe si tomar en serio o como una broma, que aunque bien intencionada fue un tanto retorcida. Con su acento españolete, me dijo:
“Imagina que cuando estás ahí, acurrucada en tu cama, y no te apetece levantarte porque estás bien calentita, esa sensación es el diablo atizando el fuego del infierno debajo de ti, invitándote a la pereza, que, por cierto, es un pecado capital”.
Me quedé muda. Literalmente. Cuando me preguntó si tenía algún otro pecado que confesar, solté un «no» tan rápido que ni lo pensé; salió directo del corazón. Era obvio que no iba a decirle que, después de los entrenamientos de taekwondo, me lanzaba directa a “recuperar fuerzas” con unos buenos tacos, pecando de gula extrema y sin el más mínimo remordi-fucking-miento. Y sí, confieso que me callé ese pecado en todas mis confesiones con Don José María porque no estaba dispuesta a que me arruinara para siempre la carne asada, los chori-quesos, ni los tacos al pastor, sugiriendo que el fuego de la parrilla también venía directo del mismísimo infierno.
Desde aquel día, soy incapaz de quedarme retozando en la cama después de despertar. Apenas abro los ojos, salgo disparada, lista para enfrentar el día, aunque sea domingo. Me gusta pensar que, cada mañana, le gano la batalla a Satanás en cuanto a la pereza se refiere. La gula, bueno, esa es otra historia; una batalla que ya he dado por perdida hace muchos años.
Hace unos días, por pura curiosidad, me metí a jugar con ChatGPT. Y se me ocurrió hacerle una pregunta cuya respuesta me dejó helada. Le pedí que, por un momento, se imaginara que era el diablo, y le pregunté: «¿Cómo harías para hacer infeliz a una mujer?» Yo esperaba algo más propio de una película de terror: fuego, tridentes, latigazos, risas malvadas. Pero lo que respondió fue tan real, que me paralizó.
ChatGPT me dijo que, si fuera el diablo, haría su trabajo lentamente, sin prisa. No actuaría de manera ruidosa ni evidente. Lo haría en silencio, casi imperceptible. Empezaría sembrando pequeñas dudas en la mente de la mujer. Haría que comenzara a cuestionar su valor, su capacidad, su apariencia. Le susurraría que no es lo suficientemente buena, que no merece lo que ha logrado. Poco a poco, la empujaría a compararse con otras, hasta que perdiera de vista quién es realmente.
«Le recordaría sus fallos, sus errores del pasado, y la haría vivir con miedo al juicio. La haría creer que la perfección existe y que siempre está lejos de alcanzarla. Y lo haría de tal manera que pensara que esos pensamientos eran suyos, cuando en realidad serían míos», dijo.
Fue en ese preciso instante cuando reconocí esa voz. La misma que me ha susurrado al oído toda mi vida, diciéndome que no soy suficiente, que no merezco lo que he alcanzado, que siempre habrá alguien mejor, más inteligente, más capaz. Esa voz que, día tras día, me invita a dudar de mí misma, sembrando inseguridades. Pero fue entonces cuando comprendí que esa voz no es mía. Es el “diablo” de las comparaciones, de las inseguridades, de la perfección inalcanzable, del control y, sobre todo, del ego herido. Porque el ego, ese al que a veces recurrimos para protegernos, también nos traiciona. Nos hace creer que nuestro valor depende de cómo nos ven los demás y nos encierra en una prisión de expectativas absurdas. Nos aleja de nuestra grandeza, esa que tenemos por derecho propio. Porque llevamos en nosotros la chispa del creador, estamos hechos a su imagen y semejanza, y eso es algo mucho más grande que cualquier estándar o expectativa. Somos merecedores de amor, paz, salud y abundancia. Somos una manifestación de su grandeza, con el poder de transformar y renacer cada día.
Sé que no soy la única que reconoce esa voz. Y lo sé, porque jamás nos dijeron que el verdadero pecado capital es no darnos cuenta de lo increíbles que somos. Nadie nos enseñó a silenciar esa voz. Nadie nos advirtió que el diablo no es ese ser con cuernos y tridente, ardiendo entre llamas, sino esa voz interna que se cuela cuando estamos agotados, cuando nos sentimos pequeños, cuando la vida nos desborda. Esa voz que susurra desde la sombra, que nos desgasta desde adentro y nos convierte en nuestros peores enemigos. El verdadero infierno no está afuera, está en la guerra silenciosa que libramos con nosotros mismos, todos los días, cuando olvidamos de qué estamos hechos.
Llevo días mirándome al espejo, agradeciendo por cada cicatriz, por cada pequeña batalla ganada. Y cuando la oscuridad intenta colarse en mi mente, cuando esa voz trata de susurrar dudas en los rincones más profundos de mi corazón, respiro hondo y digo en voz alta: “¡Hoy no, Satanás! ¡Hoy no!»
El diablo puede irse buscando otro trabajo, porque a partir de ahora no pienso darle ni un resquicio, ni un espacio en mi alma donde sembrar su sombra. He decidido sellar cada grieta, cada herida, con la certeza de lo que soy… fuerte, capaz y suficiente.
Imagen cortesía de la autora