

El oscuro secreto de mi casa
Mi familia y yo nos mudamos a la costa este de Estados Unidos debido a un traslado inesperado por trabajo. Todo sucedió tan rápido que apenas tuvimos tiempo de planearlo. Elegir la casa fue un salto de fe, ya que confiamos en un agente inmobiliario que se encargó de la búsqueda. Después de «visitar» varias propiedades por videollamada, nos decidimos por una casa colonial, construida en 1905.

Había sido renovada tras un incendio que destruyó gran parte de la propiedad. El antiguo dueño, luego de reparar los daños, la puso en venta a un precio sorprendentemente bajo. Sin pensarlo, la compramos.
Al principio, la casa me pareció encantadora. Tenía ese aire acogedor que suelen tener las construcciones antiguas. Pero pronto comenzaron a aparecer signos de su edad. Las escaleras crujían con cada paso, y el viento frío se colaba por las ventanas, como si la casa no lograra retener el calor. A veces, por las noches, creía escuchar pasos lentos y pesados que venían del ático. No le di importancia; pensé que era parte del encanto de tener una casa con historia.
Una tarde, cuando el invierno empezaba a ceder, una mujer mayor apareció en mi puerta. Su edad era difícil de calcular, tal vez más de 65. Vestía ropa anticuada y su pelo canoso contrastaba con sus pocas arrugas. Sin embargo, sus ojos, hundidos y oscuros, me dijeron que era mucho más vieja de lo que aparentaba.
—Mi abuelo construyó esta casa —dijo con voz dulce.

Me pidió permiso para ver la casa tras las reformas. Aunque no me sentía del todo cómoda, accedí. La vi recorrer los pasillos como si estuviera reencontrándose con un viejo amigo. Señalaba detalles en las molduras y compartía anécdotas de las habitaciones, como si fuera ella quien me presentaba la casa a mí. Le ofrecí un café, pero lo rechazó con una sonrisa, diciendo que debía encontrarse con su hija.
Antes de irse, me miró fijamente y me dijo que deseaba que mi familia y yo fuéramos felices en la casa. Luego extendió los brazos para abrazarme. Sin pensarlo, la rodeé con los míos y, al instante, sentí un frío extraño, como si una corriente helada me atravesara. No dije nada; pensé que tal vez el viento se había colado por la puerta entreabierta. La mujer se despidió y se fue.
Unas semanas después, otra mujer llamó a la puerta. Era más joven, tal vez en sus cuarentas, con el brazo izquierdo escayolado. Se presentó como la hija de la mujer que había venido antes.
—Mi madre me contó que vino a ver la casa y me preguntaba si yo también podría echar un vistazo. Me habló de lo amable que fuiste y lo bonita que está la casa —dijo con una sonrisa educada.
No vi razón para negarme. Recorrió la casa con la misma fascinación que su madre, como si buscara recuerdos olvidados. Al terminar, me dio un abrazo de despedida. Otra vez sentí ese frío extraño, igual que con su madre.
Antes de irse, me miró y preguntó:
—¿Ya conociste a la antigua familia que vivía aquí?
—No, no conocí a nadie. Los trámites de la compra se hicieron por separado, así que no vimos a los antiguos dueños —respondí.

Ella me miró y sonrió, pero no fue una sonrisa cualquiera; había algo inquietante en ella, algo que me heló la piel. Quise preguntarle por qué sonreía, pero las palabras se atascaron en mi garganta. De repente, el aire se volvió denso, casi irrespirable. Sin decir más, se dio la vuelta y se marchó.
Al principio de la primavera, conocí a Carolyn, nuestra vecina de 85 años, cuya familia había vivido en el pueblo desde 1856. Parecía conocer todos los detalles sobre las familias originales de la zona.
—Espero que ustedes duren aquí más de dos años —dijo con un tono que me desconcertó.
—¿A qué te refieres? —pregunté, intrigada.

Carolyn bajó la voz.
—Después de que la hija de los dueños originales murió, la casa quedó desocupada por décadas. En 2005, una familia la compró, pero se fueron tras dos años. El hijo menor desarrolló una alergia extraña, algo que lo enfermó gravemente. La madre decía que había algo en la casa que lo provocaba. Después de eso, la casa estuvo vacía mucho tiempo, hasta que los últimos dueños la compraron. Estuvieron aquí dos años felices, hasta que la mujer comenzó a comportarse de forma extraña. La internaron varias veces, pero nunca mejoró. Y finalmente… pasó lo que pasó.
—¿El accidente? —pregunté.
—El incendio no fue un accidente —respondió Carolyn con seriedad—. Ella lo provocó. Se tomó un puñado de pastillas y luego prendió fuego a la casa con ella dentro. Los bomberos la sacaron con vida, pero murió camino al hospital.
Las palabras de Carolyn me sacudieron, como si el frío que había sentido al abrazar a esas mujeres volviera a recorrerme, más intenso, más profundo.
Esta semana se cumplieron dos años desde que compramos la casa, y hemos estado haciendo algunas reparaciones en el ático. El viernes por la mañana, uno de los trabajadores me trajo una caja vieja que había encontrado escondida detrás de un panel de madera. Al abrirla, descubrí cartas y varias fotografías antiguas. Mi respiración se detuvo al ver una de las fotos. Allí estaban, inmortalizadas en blanco y negro, las dos mujeres que había visto en mi puerta, pero mucho más jóvenes. La madre no tendría más de 30 años, y la hija, de unos 13, llevaba el brazo izquierdo escayolado, igual que el día que vino a casa. En la parte baja de la foto había una fecha, escrita con una caligrafía delicada: “1935″.
De pronto, la pregunta que la segunda mujer me había hecho antes de irse retumbó en mi cabeza: “¿Ya conociste a la antigua familia que vivía en esta casa?” Fue entonces cuando comprendí que no somos los únicos en esta casa. Nunca lo hemos sido.
Imagen cortesía de la autora
