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Quizás, quizás, quizás

 

Nunca pensamos que llegara ese momento en que nuestra vida entera pasara “en segundos” por nuestra cabeza. Ese instante en el que estás a punto de “tocarle la puerta a San Pedro,” y que algunos describen como una película, pero que, hasta que no lo vives, es imposible de imaginar ese el momento en que, en un suspiro, se te aparece la vida completa.

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Dicen los expertos que, en situaciones límite o de gran peligro, el cerebro libera una descarga masiva de neurotransmisores y adrenalina que activan el sistema de «lucha o huida,» acelerando la velocidad de procesamiento mental. En esos instantes, el cerebro parece lanzar recuerdos como señales de auxilio, buscando en cada rincón de la memoria alguna manera de salvar el pellejo. Y ahí están, como destellos, momentos importantes: tú, siendo niño, corriendo a los brazos de tu madre; ese primer beso torpe que te hizo creer en el amor; el “sí, quiero” o la primera promesa de un futuro compartido; las risas de un hijo que llegó a cambiarlo todo; tu perro, corriendo a recibirte cuando llegas a casa. En ese instante, comprendes que cada uno de esos momentos fue un milagro, y te das cuenta de que aún no estás listo para “colgar los tenis”. Entonces, con el corazón en la mano, le pides a Dios que te permita salir de ahí.

La película de mi vida pasó en un vuelo de Dallas a Nueva York. Íbamos volando tranquilos cuando, a media hora del despegue, el piloto anunció que regresaríamos a Dallas por “una pequeña falla mecánica”. Al instante, los murmullos y las quejas comenzaron a crecer entre los pasajeros. Sentí una punzada en el estómago, como si un cuchillo helado se clavara despacio, porque para alguien con una mente catastrófica como la mía, esas palabras son justo lo que jamás quieres oír de boca del piloto. Luego, añadió que, “por protocolo”, habría “algunos” vehículos de emergencia esperándonos en la pista. En ese momento, todos entendimos que la “pequeña falla mecánica” quizás no era tan pequeña. Los murmullos se apagaron, el aire se volvió denso, casi irrespirable, y la mezcla de miedo y silencio se hizo colectiva.

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Saqué el teléfono y, sin pensarlo demasiado, escribí un mensaje para mi esposo: “Nos regresan a Dallas por una falla mecánica. Quizás no sea grave”. Y, antes de poder seguir escribiendo, sentí un nudo en la garganta y unas ganas tremendas de llorar. Respiré una y otra vez para no perder la compostura. El celular, de pronto, se sentía pesado. Finalmente, segundos después, añadí: “Pero por si acaso, quiero que sepas que conocerte ha sido lo mejor que me ha pasado. Diles a mis papás y a mi hermano que los amo”. Envié el mensaje y guardé el teléfono. Nadie hablaba.

El hombre a mi lado, un señor que pasaba los 80, dormía plácidamente, ajeno a la tensión que nos envolvía. Lo miré con una envidia que nunca había sentido, una envidia simple y humana. Pensé en despertarlo, en decirle lo que estaba ocurriendo; quizá también necesitaba enviar un mensaje, avisar a alguien, quizá dejar alguna última palabra. Pero no tuve el corazón para arrancarlo de ese sueño tan profundo, tan en paz.

A medida que descendíamos, levanté la cubierta de la ventanilla y vi que el escenario era mucho peor de lo que el piloto había anunciado. Estábamos aterrizando en una pista lejana, apartada de las terminales. Y no había “algunos” vehículos de emergencia esperándonos, sino al menos una veintena de camiones de bomberos y ambulancias, con las luces encendidas, alineados como si nos esperaran para algo definitivo. En ese instante, el tiempo pareció detenerse y, sin aviso, comenzó a pasar la película de mi vida frente a mis ojos.

Vi la última vez que abracé a mi hermano y nuestra promesa de cenar juntos el Día de Acción de Gracias. Vi a mis padres sonriéndome, y aunque siempre hemos sido cercanos y solemos decirnos lo mucho que nos amamos, sentí una urgencia desesperada por un abrazo más, solo uno más. Vi a mi esposo, contándome sus sueños, y me dolió imaginar que, quizás, ya no formaría parte de ellos. Recordé que esa misma mañana me había ido al aeropuerto sin darle un beso para no despertarlo. Y también vi, casi como un reproche, la ensalada de la noche anterior, esa que preferí en lugar de los tacos de carne asada que él había preparado, porque “siempre estoy a dieta”.

Y entonces me pregunté por qué vivimos así, como si el tiempo fuera infinito, como si siempre hubiese un mañana para dar esos “besos” y “abrazos” que vamos aplazando, como si existiera un sinfín de oportunidades para decir “te quiero” o para disfrutar del placer simple de unos buenos tacos.

No fue el mejor aterrizaje de mi vida, pero sí el más silencioso. Cuando finalmente comprendimos que estábamos sanos y salvos, se escucharon aplausos, muchos “gracias a Dios” y, detrás de mí, una mujer con su hijo pequeño en brazos rompió en llanto. El señor mayor a mi lado despertó, me miró y dijo con una sonrisa: “Vaya, se me ha hecho muy corto el vuelo.” Le expliqué que habíamos regresado a Dallas y que, por una falla en el avión, había vehículos de emergencia esperándonos.

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El hombre sonrió y dijo: “Caray, me perdí toda la acción.” Le confesé que había pensado en despertarlo, porque quizá también quisiera avisar a alguien, quizás despedirse, quizás dejar unas últimas palabras.

Él me miró con ternura y volvió a sonreír.

—Hace tiempo descubrí que los “quizás” son como heridas que nunca terminan de sanar. «Quizá si le hubiera dicho que la amaba», «quizá si hubiera tenido más tiempo», «quizá si hubiera pedido perdón», «quizá si le hubiera dado un último abrazo», «quizá si hubiera estado más presente»… Quizás, quizás, quizás… Gracias por no despertarme; llevo muchos años viviendo en paz, sin cargar con tantos “quizás”.

Imagen cortesía de la autora

Elsa Sanlara