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Beber gasolina no me salvó

 

Sufro de cinetosis desde que tengo memoria. Según la Real Academia Española, la cinetosis es el mareo, generalmente acompañado de vómitos, provocado por el movimiento. Para mí, ha sido una condena silenciosa, un hechizo eterno que me persigue desde niña.

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Mis padres, resignados pero jamás vencidos, probaron todos los remedios que pudieron imaginar. Me hacían sujetar monedas de cobre con ambas manos, como si algún poder alquímico pudiera liberarme de la náusea. Me dejaban en ayunas, convencidos de que un estómago vacío era inmune a los vaivenes del coche. Y, por supuesto, recurrían a pócimas de las curanderas del pueblo, brebajes que olían a caña de azúcar quemada y sabían a castigo.

Pero el remedio estrella, el que les aseguró el título de «padres del año», fue el más inverosímil de todos, hacerme beber pequeños sorbos de gasolina. Sí, gasolina. Como si un par de tragos de ese combustible pudieran alinear mis “chakras del movimiento”. Aún no sé si era una receta que alguien les pasó o si fue pura desesperación, pero ahí estaba yo, tragando a la fuerza aquellos sorbos infernales mientras mis padres me miraban con una mezcla de fe y terror.

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Al final el Dramamine fue el caballo ganador, nunca mejor dicho.

Desde entonces, cada vez que tocaba un viaje por las serpenteantes carreteras mexicanas, me atiborraban de Dramamine hasta dejarme en un estado medio zombi. Así, drogada y medio inconsciente, sobreviví a la niñez, hasta que un día, casi sin darme cuenta, dejé atrás los mareos en el coche.

Había olvidado por completo la cinetosis… hasta que conocí a mi actual esposo, un apasionado del mar, cuya idea de la felicidad era navegar en altamar cada vez que podía. En cuanto llegó el buen clima, organizó una escapada para que conociera a sus amigos y sus familias.

El plan era sencillo, zarparíamos antes del alba para que yo pudiera hacer fotos del amanecer desde el barco, él y sus amigos pescarían en algún punto del trayecto, y al mediodía nos dirigiríamos a una pequeña isla para pasar el resto del día. Todo sonaba perfecto… en teoría.

Nadie contaba con que el clima en el Golfo de México es un bastardo, con que se acercaría una inesperada depresión tropical y con que la marea cambiaría tanto y tan rápido como las hormonas de una adolescente.

Un par de horas después, cincuenta millas mar adentro, con el mar completamente revuelto, empecé a sentirme como cuando mezclas tequila, cerveza y ron en una sola noche. Intenté concentrarme, respirar, aferrarme a cualquier sensación que no fuera la náusea. Respiré y respiré, pero fue inútil. Al final, corrí al pasillo lateral izquierdo y expulsé a propulsión el desayuno, la cena y “la nada”. Sí, “la nada”, porque llegó un punto en el que ya no tenía nada más que sacar, pero mi estómago seguía contrayéndose sin tregua, mientras las lágrimas salían de mis ojos por el esfuerzo.

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Volví a ser la niña de siete años que devolvía las vísceras en cada viaje en coche. Volví a ser la Elsita sin Dramamine, sin monedas de cobre y sin chupitos de gasolina. Mi niña interior gritaba desesperada, preguntándose dónde estaba mamá para sujetarme la cabeza, y papá, con su pañuelo siempre listo, para limpiarme la boca y darme palabras de aliento.

Terminé tirada en la cubierta del barco, intentando no vomitar más, luchando por ponerme en pie y recuperar, aunque fuera un poco de la dignidad perdida tras vomitar por decimosegunda vez.

Cuando ya mostraba claros signos de deshidratación, a mi “churri” se le ocurrió la brillante idea de quitarme la camisola de manga larga que llevaba para protegerme del sol. La mojó y me la puso en la cabeza. Así que ahí quedé, prácticamente en pelotas, con un bañador negro de una pieza cuyo único detalle era una placa de metal con las insignias “MK” en el pecho. Con las piernas extendidas sobre la escalinata que llevaba a la proa, de mi boca salían quejidos agonizantes, como los de una vaca deshidratada en mitad del desierto.

Mi mente divagaba entre la realidad y el delirio, hasta que me despertó la voz frustrada de mi esposo, diciéndole a su hijo: —¿Por qué no vomitas?

Entreabrí los ojos y vi al niño, sentado en la proa, unos escalones arriba de donde yo tenía descansando las piernas. Tenía las manos alrededor del abdomen y una expresión nauseabunda que era un poema.

—Si vomitas, te vas a sentir mejor —insistía mi esposo.

—¡Vomita y ya! —dijo esta vez, en tono de orden.

Mi hijastro, siempre obediente, suspiró resignado y dijo: —¡Ok, papá!

Y entonces, mi peor pesadilla se hizo realidad, vi cómo su boca se abría lentamente y de ella salía el desayuno que yo misma le había comprado esa mañana, Nesquik de fresa y bollitos de canela, no precisamente en ese orden, sino más bien de forma simultánea, estilo niña del exorcista, pero en cámara lenta… en cámara muy, muy lenta.

Cerré los ojos, intentando reunir todas mis fuerzas para alejar las piernas del niño, pero fue inútil. Entonces respiré hondo, muy hondo, y pensé: “Me cago en la marea alta, en el conejito Nesquik, en la mar salada y en la madre que los parió a todos”.

He pensado seriamente en enviarle una carta a la Real Academia Española para sugerir que modifiquen la definición de cinetosis, que debería ser algo así:

Cinetosis: Mareo “joputa”, generalmente acompañado de vómitos, provocado por movimiento, que puede causar deshidratación, dejando a la víctima inconsciente, con las piernas vomitadas, chamuscada por el sol y con el logo hortera de Michael Kors “tatuado” entre las tetas.

Imagen cortesía de la autora

Elsa Sanlara